El amor entró por los ojos, con impacto frontal en las córneas pero sin orificio de salida.
La mujer le ametralló el alma con un contoneo oferente que le rebotó a la víctima en las sienes y se alojó en la pelvis.
Una mirada en sedal interesó el corazón, comprometiendo seriamente la vida del pobre hombre.
El hombre tomó un respiro, pero la suerte se echó entre ambos cuando la mujer se mordió los labios con saña y lo mató de a poco.
La víctima siguió el aroma marino de la mujer y tropezó con una jauría de jadeos que le mordieron el pecho, desfigurándole el ego.
En su alocada carrera tropezó el hombre, sufriendo raspones de consideración que sólo lo alentaron a alcanzar su objetivo.
La mujer siguió su danza macabra rumbo al río, donde seguro se detendría para darle toda oportunidad al hombre.
Una barca se bamboleaba a lo lejos, cachondeaba por olas de destellos rojos y azules.
La noche y el frío no apagaron el ímpetu del hombre pese a los devastadores devaneos de la mujer, cada vez más querida, cada vez más apetecible.
La mujer abordó la barca con gracia y sus piernas perfectas aguijonearon el deseo incandescente del hombre que se arrojó a sus brazos.
El beso fue fatal, la caricia filosa y la entrega bestial, antes de zarpar entre la niebla, navegando sin miedo, sin dolor, sin sangre, para cruzar el río de la muerte.