Por Elena Palacios
Día uno: no quise matarlo. Nunca desestimé las palabras oídas a mi padre hace más de cincuenta años: no los mates, los grillos son inofensivos, no traen la suciedad de las cucarachas. Pero tuve que hacerlo, lo maté. Era él o mi cordura. Apareció hace dos semanas. Varias veces me levanté a buscarlo, sin resultado. Por ninguna parte de la casa vi esa especie de extraño intruso nocturno, que según dicen, produce su canto al frotar las alas. Tal vez los grillos sean buenos si los escuchas a lo lejos. Dan a la noche una especie de halo mágico y familiar al mismo tiempo, pero se vuelve una tortura oírlos tan cerca que impiden descansar. En esos días estuve enfermo, y en medio de la fiebre, no sé si el grillo cantaba o era sólo mi imaginación, no sé si era real o yo alucinaba. Recuperada la salud volví a escucharlo. Lo busqué en las habitaciones, en el baño, en la cocina, pero no lo hallé. Se burlaba, como un ventrílocuo que pone su voz donde le da la gana. Hasta que de tanto pensar dónde podría esconderse, la idea apareció: busqué el insecticida y fui a la puerta del baño, la parte inferior del marco está carcomida por el óxido. Agité el envase y sentí que quedaba poca sustancia. Rocié el hueco. El grillo enmudeció enseguida.
Entre morboso y culpable, imaginaba lo que posiblemente sucedía en el interior del marco: un grillo o tal vez una familia entera de grillos, moría envenenada por mí. El silencio continuó y una hora después di una segunda rociada. El problema despareció: no más grillo; aunque nunca vi el cadáver, lo más seguro es que lo había matado. Esa noche y las dos siguientes dormí tranquilo.
Día cuatro: se me fue la calma, el grillo volvió. ¿Es otro grillo o es que tuvo la capacidad de resucitar?, después de todo estamos en Pascua. No puede ser su hijo, ni su viuda, pues sólo el adulto macho de la especie canta. Llevo dos horas en el intento de dormir y no puedo. Es terrible. Es la revancha del grillo muerto. Fue fácil dar con su primer escondite pero ahora resuena dentro del cuarto; enciendo la luz y se calla, apago y vuelve a grillar. Ya busqué en los rincones y no hay huecos en los que pueda esconderse y yo tendría que mover cada pesado mueble para encontrar al perturbador. A pesar de la confusión trato de ubicarlo. Parece sonar más fuerte en la ventana. La cierro para comprobar si el ruido disminuye, y no, suena igual. Pego la oreja en la pared e increíblemente el sonido se magnifica ahí. Increíble, repito, porque no puede ser: la pared está entera, no hay donde se esconda. Empiezo a sentir miedo, es una casa demasiado grande para el grillo y para mí.
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Día siete: es la muerte. Llevo tres noches sin dormir bien. Es contradictorio: espero con ansias la jornada nocturna para dormir, pero el grillo aparece junto con ella; no el grillo, su sonido, pues no consigo aún ver al insecto; luego quiero que amanezca pronto para que se calle, pero temo a la luz del sol porque me obliga a dejar la cama e ir a trabajar.
Cualquier día: no sé qué día de la semana es. Ya no importa. No puedo más. El grillo se apoderó de mi vida. La voz de sus alas rebota entre las paredes. Me paro sobre la cama y escucho el maldito canto como si procediera del interior del techo. Hoy abandoné el trabajo. No funciono. En el poco rato que duermo sufro pesadillas en las que miles de grillos inundan la casa, me rodean, se meten por mi nariz, por mis orejas, los veo brincar en el bote de leche y en el excusado.
Ya no me reconozco en el espejo. Estoy enfermo. El insomnio forzado me dicta la única solución: taladrar muebles, paredes y techo.
Último día: taladré todo: el colchón, las almohadas, el clóset, los muros; me llevó mucho tiempo, pues a cada momento paraba para rascarme las orejas y las fosas nasales, es una comezón insoportable. La casa semeja una zona de guerra: todo destrozado, igual que mi temple. Empiezo a sospechar dónde se esconde el grillo. Es algo tan lógico como su primer escondite. La respuesta ha sido obvia todo el tiempo: el grillo se instaló en mi cabeza, en mi mente. Tiemblo y estoy deshidratado. Una vez más, tomo el taladro. Coloco la única broca que queda. Conecto el aparato, lo pongo en el suelo porque ya no tengo mesa ni otro mueble sano. Sentado frente al taladro, lo levanto y presiono el encendido. Apunto a mi frente, nunca más el grillo se burlará de mí.