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Por Elena Palacios

Te amo…

Las palabras de Celia son el eco de un susurro que me saca del sueño. Miro a mi lado y descubro que el cadáver aún duerme en mi cama, acurrucado junto a mí. Trato de descansar otro rato pero su voz, como el vuelo de una abeja, me zumba en el oído. La encuentro más linda que nunca, adoro verla, sonríe, como si soñara bonito, o como si le viniera al pensamiento un recuerdo feliz. 

¡Celia, mi amada! No sé bien si te maté o te suicidaste; no creo que eso le importe a nadie, sólo a mí, algunas veces. Aprieto entre las mías tu mano muerta y trato de entibiarla a fuerza de besos. Me resigno ante la impotencia de no generar reacciones, tú, sin embargo, desde la quietud absoluta sigues afectando mi vida. 

Hago lo de siempre: la cargo en el hombro. Hace tiempo que no pesa; una de mis manos presiona su espalda y la otra protege el quiebre de las piernas. Abro la puerta del auto y la siento con suavidad; le pongo el cinturón y acomodo su cabeza para que no se incline. Su pálida tez resalta con la luz de la luna. 

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Me siento frente al volante, miro de reojo a Celia y la consuelo. No te asustes, cariño, le digo, es cuestión de minutos, ya sé que te disgusta mi forma de conducir. Manejo de prisa hasta donde mismo, subo por ese camino de terracería en el que siempre me persigue la lluvia del anochecer. He hecho esto no sé cuántas veces, nunca da resultado, soy una especie de Sísifo, el titán griego, que por desafiar a los dioses fue condenado a una tarea inútil y eterna. Termino el trabajo, más con agobio que con cansancio físico, además al auto le urge ir al taller mecánico. 

Llego a casa y veo que dejé la puerta sin asegurar. En el baño de la entrada borro de mis manos cualquier residuo de tierra. Subo a la habitación, dejo las llaves sobre el polvo del buró, enciendo la lámpara y entonces la encuentro de nuevo. A Celia. En mi cama, con la misma sonrisa. Todo igual, excepto sus zapatos; y la imagen es difusa, semejante a cómo se recuerdan los sueños viejos, pero esto hace que ante mis ojos, sea aún más hermosa. 

No soy experto en estas cosas, pero no me sorprende encontrarla, es que de antemano supe los inconvenientes que esta obsesión iba a ocasionar.

Reinicio el rito, ahora la cargo en el otro hombro y frente al espejo, aliso un poco la tela del vestido, me dirijo al auto. En cada ocasión, Celia lleva zapatos distintos, y como si se tratara del rezo de una plegaria, su voz comienza a decir frases de amor, muchas, algunas repetidas, y sus labios se mueven como para besar y sonreír. Su cuerpo parece un templo de tan pulcro y silencioso; beso su boca que lleva sabor a secretos bien guardados. De su corazón abierto no escurre sangre sino una especie de bálsamo caro, del que producen los corazones muertos, ésos que tan alto nos cobran la estupidez de creer que uno puede dar amor aunque el destinatario no quiera recibirlo.

Enciendo el auto y conduzco. Me duelen los antebrazos al forzar la dirección del vehículo para dar vuelta. Paseo por los lugares donde nos vimos y caminamos juntos; sin embargo, siempre termino en el sitio que marqué para sepultarla. Esta vez no quiero ir ahí; viajo durante un tiempo largo mientras escucho la tersa respiración de Celia. Celia que propone, jura y suplica. Pero las voces que desde siempre hablan en mi cabeza, me convencen, con su labia fascinante, de que todo anda bien. 

Es mentira, nada marcha bien. Necesito ayuda. Lo sé. Lo he sabido desde que comencé a amarla tan apasionada y obsesivamente. Necesito que alguien haga por mí lo que no consigo: deshacerme de este amor perene que invade mi mente; borrarlo de la cama y de mis hombros, de mi vida y de lo único que me queda: un auto con la dirección rota.

El texto aquí mostrado forma parte de libro “Cuentos cortos para gente que duerme sola” de Elena Palacios. Su reproducción fue avalada por su autora.

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