Opinión | Agustín Palacio
A finales de la segunda guerra mundial, se robustecen los temas y las luchas relacionadas a la emancipación de la mujer de las actividades que anteriormente eran idealmente designadas a ellas. En este sentido, mujeres de Estados Unidos y gran parte de Europa consiguen como triunfo mediático el derecho al voto dejando de ser ciudadanas de segundo nivel, esto quizás causado por la inclusión “accidental” de grandes masas de mujeres en la fuerza laboral. La militante sufragista y fundadora del Partido Nacional de la Mujer, Alice Paul, creía que la 19ª Enmienda no era suficiente para garantizar la plena igualdad de las mujeres. En 1923, presentó la Enmienda de Igualdad de Derechos ante el Congreso para consolidar los derechos constitucionales de la mujer. Sin embargo, muchas otras feministas se opusieron a esta legislación porque ponía en riesgo las protecciones laborales de las mujeres.
La segunda oleada feminista recorre la década de los 60´s, atestiguando objetivos que irán más allá de lo conseguido a través de la inclusión de la mujer en lo político. Los ejes argumentales eran: la redefinición del patriarcado, el análisis de los orígenes de la opresión en la mujer, rol de la familia, división sexual del trabajo, el trabajo doméstico, la sexualidad y la reformulación de los espacios públicos y privados, además del estudio de la vida cotidiana. Se argumentaba lo siguiente: “No puede darse un cambio social en las estructuras económicas, si no se produce a la vez una transformación en la relación entre los sexos”.
El nuevo feminismo asume como desafío demostrar que la naturaleza no encadena a los seres humanos y les fija su destino: «no se nace mujer, se llega a serlo» (S. de Beauvoir). Se reivindica el derecho al placer sexual por parte de las mujeres y se denuncia que la sexualidad femenina ha sido negada por la supremacía de los varones, rescatándose el orgasmo clitoriano y el derecho a la libre elección sexual.
Contrastantemente, dentro del feminismo surge también un grupo más conservador en donde se observa que una de las causas de las desigualdades entre los sexos es precisamente el placer sexual. Se mencionaba que la mujer ha sido un instrumento en el placer del hombre, por tanto, para dejar de serlo hay que negarse; e incluso sacrificar el deseo por la maternidad. Solo la negación sexual podría habilitar a la mujer a la conquista de un lugar más digno en la ramificación social.
“El último tanto en París” (1972), dirigida por Bernardo Bertolucci, es quizás el instrumento artístico que precisamente nos permitirá abordar ciertos enigmas, encuentros, cuestionamientos, pero no necesariamente arrojará respuestas de ningún tipo respecto a la relación de pareja, o como me gustaría mejor llamarlo: a la relación entre los sexos. Quiero hacer esta aclaración ya que, utilizando la representación heterosexual de la pareja, nos concretaremos al odiado hombre – mujer.
En el largometraje se plasma a una pareja de protagonistas cobijados por los sinsabores de su propia vida. Jeanne (Maria Schneider) una joven actriz de 20 años, que vive una lucha entre dos mundos: uno de ellos marcado por las aspiraciones de una familia conservadora donde se ve a la mujer como “comandante” del hogar y para ello hay que esbozar comportamientos perfectos que en el mejor de los casos serían catalogados como represivos y desiguales. Esto se observa en cómo se convierte en la musa de un joven director que filma cada paso de su vida, viéndola más como un objeto de estudio que como un sujeto que siente y vive. Jeanne entonces está atravesada por ideales contrarios propios de una sociedad cosmopolita en pleno siglo XX, por una parte, la continuación del ideal familiar que la encapsula y la cierne a ser un objeto de decoración y de placer de un hombre o la búsqueda de una libertad desconocida, añorada pero no abordada hasta ese momento.
París y sus calles se convierten en el ensayo de un encuentro fortuito. Lo extraño, incómodo, placentero y añorante se encuentran como esas entrecalles de la capital del amor. Ahí es donde nos presentan a Paul (Marlon Brando), un tipo que puede observarse como deprimente, aislado, da la impresión de ser como un cuerpo sin vida que camina sin un rumbo específico. No puede contactar, pero por el desarrollo de esta pareja, podemos decir que sí puede ser contactado o encontrado. Al igual que Jeanne, Paul se debate en mundos agotadores que lo desvitalizan; por una parte se encuentra un pasado traumático y tortuoso narrado de como un niño aprende a ser hombre y como la violencia y el desapego emocional en esta construcción que incluso es incuestionable provoca preguntas que no tienen respuesta; por otra parte en su mundo presente ha de vivir con el dolor del suicidio de su esposa, la cual, mantenía una relación extramarital con uno de sus inquilinos y amigo del Hotel del cual es dueño.
El conflicto de ambos protagonistas no sólo pone sobre la mesa la tan comentada pregunta de ¿desde dónde se es hombre y mujer?, sino que promete abrir el panorama a: ¿qué pasa cuando desde una posición determinada (elegida o no) decidimos ser hombres y mujeres? Betolucci no trata de indagar en las causas, sino en los efectos de las elecciones.
¿Qué se elige? Se elige bajo los ideales, se elige en el cobijo de lo que nos hemos contado a lo largo de nuestra historia; incluso se elige a través de nuestras propias heridas. Un hombre y una mujer heridos, cada uno desde sus mundos, se encuentran en un lugar desconocido pero que luego cobijará la vida que se enlazará en esta relación de los amantes. Se elige el lugar en primera instancia porque en él se exterioriza lo que cada uno de manera interna posee. La suciedad de lo que consideran sus sentimientos, la falta de vida producida por elecciones que no les han convencido y de las cuales viven con culpa, los solos y vacíos que se sienten en su transcurrir lo que dota de un ambiente de orfandad y muerte; no es de extrañar entonces que se elija un departamento que posee esta misma condición. No hay lujo, no hay pompa; es un departamento miserable y sin atenciones.
El lugar es importante porque es el escenario de los amantes. Son los sentimientos y los bordes con la realidad. Adentro son capaces de dar rienda suelta a sus pasiones desbordadas, a sus miedos más inaccesibles, a la pérdida de la propia inocencia y resguardarse de lo que se espera de ellos del otro lado de la puerta. Lo desolado inicial, va dando paso al llenado de experiencias que lo dotarán de vida.
Un punto relevante que borda Bertolucci es que el saber implica amar. Explicaré esto: el saber da contenido y esto mismo brindará la experiencia del amar al Otro. Una madre que por primera vez observa a su hijo y puede amarlo, es porque incluso antes del conocimiento físico hay un conocimiento mental. Esta madre, 9 meses atrás ha tenido la oportunidad de construir un cuerpo y una mente de su propio hijo; pensando en como sería su cara, que color de ojos tendría, a quién se parecería; hasta incluso plantearse que le gustaría que fuera. Este saber está relacionado a los ideales, y a través de ellos es que logramos amar. El ideal como el saber siempre viene de alguien más, luego nos encargaremos de absorberlo para llevarlo a la práctica. Amar al otro, implica saber del Otro, porque en ese saber se dará un encuentro con los ideales propios y ajenos que se disponen en la relación. Explico esto porque al principio los personajes tienen una clausula: no saber nada el uno del Otro; enalteciendo que solo se encontrarán para vivir experiencias carnales y que en el afuera -a pesar de no dejarlo evidente- no podrían hacerlo.
Te puede interesar | La mano que toca su vagina
No saber del Otro, es la desolación del amor. El no saber implica no sentirse en un lugar seguro, sin cobijo y sin contención. Implica a la par no abrirme a la experiencia del Otro, viviéndolo tal vez como alguien que podría destruirme y por lo cual hay que reservarse. No saber del Otro, implica la falta de presencia e intimidad. Donde la caricia podría tildarse solo como un acto natural y animalesco, pero no que produzca emociones. Trazar un puente entre la clausula propuesta y el saber, resulta complicado para la pareja, puesto que se comulga con la idea de que de hacerlo resultará el fin de la misma ya que eso significaría entrar en lo público y salir de lo privado. Entrar a lo público es el fantasma de los ideales otorgados e incorporados de la sociedad, pasando de como quiero ser (lo privado) a como debo de ser (lo público); aquí es donde incluso podemos observar otro elemento relacionado a la desolación estando presente como la dificultad de migrar o de equilibrar lo que quiero con lo que debo; lo que espero de mí y lo que el Otro espera de mí. El no tenerlo claro, habilita entonces a estados de confusión en donde se obtura o se destruye ambos mundos constituidos.
Bertolucci, esto lo plasma como “la muerte de los amantes”; no solo refiriéndome a lo evidente, sino que da lugar a comprender lo que nos habita (nuestros propios ideales y fantasmas), comulgar con el deseo por el conocer al Otro y por último hacer una negociación entre lo público y lo privado ¿Esto podría llegar a un buen puerto? Al menos lo que podemos observar en “El último tango en París” es que el asumir una nueva posición de cara al Otro; no necesariamente propiciará un movimiento en el Otro, es más, ni siquiera podría llegar a ser visto ese movimiento como algo que mejore a la constitución de los amantes, lo común incluso es rehusarse. El supuesto de los amantes es no permitirse lo público, no congeniar quizás por temor y culpa con lo que los ideales de afuera enmarcan. El paso de lo privado a lo público sería entonces la muerte de los amantes y por tanto una última forma de vivir la desolación del amor.
Para concluir, la desolación del amor formaría parte de uno de los desencuentros que hemos de tener con la pérdida, con nuestros deseos truncados y no satisfechos del todo, con la idealización que le damos al Otro haciéndolo responsable de nuestras propias faltas. No poderlo asumir, desgasta, quebrante y nos lleva a posiciones melancolizantes, desoladas y confusas, quedándonos estacionados o reiniciando el ciclo como sucede con Jeanne.
Esto pues nos lleva a entender que transcurrir del deseo al amor, puede haber solo un paso, pero ¡cuán difícil es ese paso!; sería como bailar un buen tango sin tropezarte, sin mirar abajo y siempre conectado a la mirada íntima del Otro; todo en un mismo momento.