Por Agustín Palacio
Freud (1915) menciona: “la melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y auto denigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo”. En este texto el autor hace mención a las similitudes existentes entre la melancolía y el duelo haciendo ver que lo que los diferencia es la perturbación del sentimiento de sí, tirado hacia el empobrecimiento del Yo.
En la vejez las pérdidas vitales, pueden llegarse a convertir en un profundo sentimiento de soledad y pesadumbre, ya que se han de extraviar partes que si bien muchas de ellas están puestas en el mundo exterior, siempre partieron de la catexia que el sujeto le imprimía a esas vivencias, sujetos y escenarios. Perder al Otro, implica perder algo de mí; la diferencia quizás con estados anteriores es que el sujeto estaba enmarcado por el devenir de un futuro que a ojos propios y quizás haciendo uso de la negación podría llegar a ser mejor, en el sentido de poder salir de la experiencia dolora del presente. En la vejez, este vehículo de salida se encuentra plagado de angustia, puesto que el futuro ya no es una forma de negar, sino más bien se puede convertir en algo angustioso, quizás por tanto, el escape es dirigirse hacia el pasado.
Recordaba hace algunos años cuando acudía con mi abuelo a que me contara historias del pasado para alguna tarea de la escuela; observaba lo inspirado que se encontraba tratando de remembrar aquellos sucesos donde él fue joven, trayendo a su mente aquellas personas, historias y conversaciones que de momento ya no se encontraban; era imposible parar a mi abuelo, podríamos llegar a pasar largas horas conversando de esas experiencias que a él y a mí nos resultaban atractivas. Me atrevería incluso a asegurar que mi abuelo se convertía en el oráculo del pasado, mientras yo al escucharlo imaginaba y fantaseaba dando voz y cuerpo a aquello que yo no había vivido. Al finalizar, a pesar de mi corta edad, lograba ver como sus ojos terminaban empañados de lágrimas, mismas que trataba de ocultar. Mi mente aún joven no podía discernir por qué mi abuelo estaba tan triste al contar vivencias tan satisfactorias. Con el paso del tiempo, mi abuelo fue envejeciendo aún más y yo fui madurando. Mi abuelo se convertía cada vez más en un personaje huraño, malhumorado, gritaba mucho y podía contenerse menos. Esto incluso, fue agravándose por la situación familiar: hijos en conflicto, destituciones y denigraciones hacia su rol, dificultades con mi abuela, la jubilación, la pérdida de sus hermanos, entre otras cosas. Llegué a pensar que mi abuelo no solo sentía que perdía las cosas del mundo real, sino que a medida que pasaba el tiempo, también perdía esos recuerdos que lo sostenían y que quizá lo defendían de observarse a sí mismo en la actualidad. Fui observador de cómo mi abuelo fue perdiendo vitalidad al punto de alejar y alejarse de personas que él amaba y que lo amábamos.
Son varios los autores que denotan las dificultades que se plantean en la clínica en los tratamientos del adulto mayor. Elliot Jaques (1965) menciona que el logro del adulto mayor es el reconocimiento bajo dos vertientes: la inevitabilidad de la propia muerte y la existencia de odio y/o impulsos destructivos dentro de sí. Esto, agregaría el autor ayuda a vencer los sentimientos de omnipotencia y la utilización de defensas maniacas como enfrentamiento ante lo inevitable. Ante el cambio de etapa en la vida, deviene una inminente reelaboración de la posición depresiva, puesto que esto implicará clarificar la incorporación de objetos buenos y malos que fruto del cambio pueden entremezclarse, produciendo regresiones constantes a manifestaciones de posición esquizoparanoide. Cuando en la falta de equilibrio, prevalece una oscilación prominente hacia el odio, la capacidad de destrucción, odio, resentimientos, grandiosidad y crueldad aparecen, pudiendo no ser mitigados por los aspectos más abrazadores de los objetos buenos (amorosos), al no ser cobijados, la protección no es sentida por tanto la destrucción no podrá ser cobijada por aspectos tiernos ni propios ni del exterior. Esto dará como resultado un conjunto de fantasías con índices persecutorios y mordaces, donde el adulto estará dirigido a defenderse con agresión. Las capacidades creativas como la sublimación y la reparación han de quedar lejos en este camino emprendido.
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Para Jaques, si no se supera este estado mental, el odio y la muerte se niegan y rechazan, y son reemplazados por fantasías inconscientes de omnipotencia, inmortalidad mágica y misticismo religioso, que son los equivalentes de las fantasías infantiles de indestructibilidad y de protección bajo alguna figura idealizada y generosa. El encuentro del adulto con la muerte (pérdida) puede manifestarse a través de una negación rígida que en muchos casos detona estados de depresión o melancolías extremas. Ante ello el autor, sostiene la importancia de trabajar a la par del reconocimiento, en la renuncia; es decir, en la perspectiva de que ha de ser imposible lograr todo lo que queremos en esta vida, así como retener todo aquello que en su momento hemos conseguido. Se ha de trazar un camino clínico en donde la realidad pueda ser sentida con el displacer de perder pero a la par de la posibilidad de haber ganado muchas cosas más. La gratitud, la confianza, el reconocimiento y la admiración hacía si, han de constituir elementos que subyacen a las alternativas de poderse reparar, renunciando, de fortalecer el YO aceptando coherente y consistentemente el devenir de la propia vida.