Cuento por Elena Palacios
Semanas antes la larva devoraba los restos del cascarón; al verse libre se aferró al hinojo y comenzó a alimentarse de sus hojas; incansable, como una máquina creada exprofeso para comer. Era difícil abstraer mi interés de sus acciones, confieso que siempre me he dejado llevar por el morbo que produce en mí el ciclo de la vida.
Imposible evocar mi infancia sin que en la memoria aparezca mi padre, y junto a su recuerdo, el de los perros. Nerón, el criollo amarillo que ya estaba cuando nací, tantas veces atropellado en la calzada y siempre vuelto a recuperar, atendido por papá; no merecía el nombre porque era manso. Recuerdo su muerte en una tarde triste y amarilla también, tumbado sobre las baldosas rojas, junto al lavadero, cubierto de un fluido pegajoso atractivo para las moscas; debí espantarlas para que Nerón muriera sin acoso, me acuclillé ante su agonía, sentí tristeza y me quité de ahí, sólo fue compasión sin utilidad.
Después vino Duque, un dóberman de mandíbulas enfurecidas. No era nuestro, sino un encargo de cuidarlo que papá aceptó, igual que antes aceptara otros. Permanecía encadenado en el patio del fondo y a pesar de la cadena y de mis doce años, procuraba no pasarle cerca. Duque estaba cuando mi padre murió.
La oruga crecía tanto que por lo menos tres veces tuvo que cambiar de envoltura.
Por esos mismos días la muerte rondaba nuestra casa. Ponía huellas aquí y allá: nubes negras, puertas que crujían, aullidos de Duque, y una lechuza que sobrevolaba el patio todas las noches, enloqueciendo a mamá; además de las rosas, que recién abiertas, se marchitaban.
Palmo a palmo, las garras etéreas de la muerte se adueñaban de mi padre, de su cuerpo y de su lucidez. Papá ya casi no comía y en su mente se enredaban los pensamientos, los recuerdos viejos y los de la noche anterior.
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Desapercibida entre las ramas del hinojo, la oruga comenzó a fabricar una crisálida oscura de manchas moradas, refugio en el que durante varias semanas se procesaría el milagro de la metamorfosis.
El corazón de papá estalló un jueves, mamá andaba en la cocina y yo en la escuela. No me lo dijeron, el director sólo me mandó a casa, pero lo supe al ver en nuestro porche a mis hermanastras que jamás nos visitaban. Lo supe también porque el sol se ocultó y porque el dóberman lanzaba aullidos tristes dilatados en la espiral del sonido, pero sobre todo lo supe por la angustia en mi estómago y la ingrata sensación de pesadez en los riñones.
Encargaron un ataúd al carpintero distante dos calles y nunca supe cómo fue que yo alcanzaba a oír los martillazos sobre los clavos en la madera. Parecían toquidos en la puerta; golpes ansiosos, exigentes, y al momento tristes, cansados. Era como si el alma de mi padre tocara en una puerta que nunca se abriría para él.
En el patio de atrás se daban también unos golpes que nadie oía, y, que por tanto, era como si no existieran: los de la mariposa rompiendo el capullo. Otros ruidos ocupaban el aire: los sollozos de mamá, el murmullo de los rezos, la murmuración de mis hermanastras. Aunque nadie la oía, la mariposa completaba su ciclo. Fui testigo porque algo me atrajo al patio, algo me hizo vencer el miedo a Duque y antes de que la oscuridad colmara en el cielo, vi a la mariposa emerger de la crisálida, tenía las alas oscuras, húmedas y aún replegadas.
Dos hombres trajeron el ataúd y lo metieron hasta el cuarto de papá. Mi madre me ordenó besar la frente pálida y helada. Sacó del ropero una sábana nueva bordada con hilos color oro viejo, la puso dentro del féretro y luego los hombres colocaron a mi padre. Iba sin zapatos, con calcetines negros, un pantalón oscuro de casimir y una camisa de franela. Parecía dormido porque sus ojos y su boca quedaron bien cerrados, el cabello corto, en orden, como de costumbre. Pero era un cadáver, sus manos unidas sobre el vientre, descoloridas, como su cara. Lo velamos en la estancia, entre un crucifijo de pedestal y dos luces con capelo rojo, además de veladoras y flores.
Me dieron de cenar una pieza de pan y un vaso de leche, luego me mandaron a dormir. No era mi cama ni mi cuarto y nos amontonamos mi hermano pequeño, mis primas y yo.
Desperté con el aleteo. Dejé la cama sin hacer ruido, salí del cuarto, descalza sobre el piso tan frío, como si debajo también hubiera muerte. Caminé a la estancia y la escena se me presentó con cierto dejo de la irrealidad que hay en los sueños: el cajón de madera con mi padre adentro, las luces mortecinas y a mi madre sola, sentada en un sillón donde dormía, o eso aparentaba. La mariposa estaba ahí, inmóvil, como un sello negro estampado en el cielorraso de la estancia. Habían transcurrido seis horas desde que rompiera el capullo, poco a poco extendió sus alas y fue su revoloteo lo que me despertó.
Por la mañana, mamá ordenó cerrar el féretro. El carpintero sostenía varios clavos en la boca mientras con el martillo encajaba el primero en la madera. Busqué a la mariposa sin encontrarla.
En el panteón la caja fue bajada con cuerdas. A punto de que vaciaran la tierra, grité no lo hagan, me miraron y tuvieron lástima de mí, pero seguí insistiendo: ¿que no oyen?, ¿no oye los ruidos, mamá?
Todos me compadecían, lo advertí en sus miradas, pero era cierto, dentro de la caja algo continuaba vivo.
Otra vez se hizo de noche, la muerte se había ido y la gente también. Ya podía dormir en mi cuarto y en mi cama, pero resultó imposible, el morbo me obligaba a pensar en el desconcierto de la mariposa, en sus alas quebrándose al golpear entre las maderas del ataúd de papá.
El texto aquí mostrado forma parte de libro «Cuentos cortos para gente que duerme sola» de Elena Palacios. Su reproducción fue avalada por su autora.