Correspondencias | Alfredo Loera | @alfredoloeramx
Sin duda la poesía moderna debe mucho a la ciencia. Quien haya medianamente leído los libros de divulgación científica de Stephen Hawking, Michio Kaku o Max Tegmark, podrá advertir lo extraordinaria que es la realidad comparada con la ficción. La realidad supera la imaginación humana. Ya el novelista realista Stendhal lo había advertido en el siglo XIX, y por ello abandonó el romanticismo, el cual supeditaba la creación literaria a la imaginación humana, y se dedicó a contar lo que ocurría más allá de su psique. Desde luego, por el contexto de su tiempo, los eventos más extraordinarios fueron la Revolución Francesa (Rojo y negro) y la Batalla de Waterloo (La cartuja de Parma), de ahí que sus novelas traten de temas históricos, pero creo que entre un escritor como H.G. Wells, catalogado de ciencia ficción, y Stendhal, catalogado como un escritor realista, la diferencia es mínima, pues en ambos se distingue una pasión por lo que ocurre más allá de ellos como sujetos.
Hoy en día se habla mucho de que la subjetividad es la base del arte, pero toda exageración es falaz. Respecto al subjetivismo y su falta de validez como valor del arte basta con decir que nadie puede ser completamente subjetivo, pues la naturaleza de nuestro ser supeditada al tiempo y al espacio no nos permite ser completamente subjetivos. No es posible pensar un lugar sin espacio, como tampoco nos es posible pensar un espacio finito; del mismo modo nos es completamente extraño no imaginar el tiempo como una línea ya sea una línea infinita o un círculo, pero al final una línea que se cierra en sí misma o no; como bien lo demostraron Descartes y Kant en su momento, de ahí que Newton haya encontrado los principios de la Física, con base en puros experimentos mentales. No hay subjetividad absoluta, y por lo tanto la objetividad sigue siendo eso que nos vuelve humanos, y el arte es aquel que alberga cierta objetividad, pues sin ésta no hay posible entendimiento ni comunicación entre nosotros.
La objetividad por otra parte puede estar tan fuera de nuestra imaginación; así la ciencia moderna lo demuestra, al igual que las obras de H.G. Wells. Desde luego, yo sólo estoy comentando ideas ya dichas por otros, pero no me negarás, estimado lector, que existe un placer intrínseco en recordar las palabras de los otros a quienes estimamos. En este sentido uno de los grandes lectores de Wells, fue Jorge Luis Borges. Borges siempre creyó que lo objetivo que iba más allá de nuestra imaginación humana era “lo ingenioso”; dicha idea en relación con la obra de Wells, significa que su narrativa es ingeniosa porque sus historias hablan de especulaciones científicas sustentadas en observaciones experimentales, por más fuera del sentido común que estén; en el tiempo de Borges todavía se tenía una idea muy reducida de la realidad. Nada más falso, se trata de la pequeñez de nuestra mente. Ese error de lectura, por otro lado, es la base de la extraordinaria capacidad cuentística del argentino. Sin esta especie de ingenuidad liberada, jamás habríamos tenido cuentos como “Las ruinas circulares”. Pero veamos qué es lo que dice el Poeta de los Arrabales, sobre el autor de The time machine, extraordinario título por otra parte: “No sólo es ingenioso lo que refieren [sus argumentos novelísticos]; es también simbólico de procesos que de algún modo son inherentes a todos los destinos humanos. El acosado hombre invisible que tiene que dormir como con los ojos abiertos porque sus párpados no excluyen la luz es nuestra soledad y nuestro terror; el conventículo de monstruos sentados que gangosean en su noche el credo servil es el Vaticano y es Lhasa. La obra que perdura es siempre capaz de una infinita y plástica ambigüedad; es todo para todos, como el Apóstol; es un espejo que declara los rasgos del lector y es también un mapa del mundo. Ello debe ocurrir, además, de un modo evanescente y modesto, casi a despecho del autor; ése debe aparecer ignorante de todo simbolismo. Con esa lúcida inocencia obró Wells en sus primeros ejercicios fantásticos, que son, a mi entender, lo más admirable que comprende su obra admirable”.
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Son igualmente admirables las palabras de Borges sobre la obra de Wells, pero debo decir que no hay ninguna inocencia en la obra de Wells, ni tampoco hay nada simbólico en tanto a una especie de metáfora ingeniosa, ni en La máquina del tiempo, La guerra de los mundos, La isla del Dr. Moreau ni ninguna de sus obras. Más bien, se trata de realidades que sin duda implican dilemas, y que desde luego pueden dar lugar a una especie de mitología, una especie de épica, muy parecida a aquella de los tiempos antiguos, pues si algo ha demostrado la ciencia moderna, base de la literatura de Wells, es que la imaginación humana es demasiado pobre para concebir la realidad en sus implicaciones más radicales. El nuevo sentimiento épico de la vida nos lo ha dado la ciencia moderna. Basta con advertir el proyecto de la conquista de Marte de SpaceX en nuestro tiempo. Wells fue alumno del darwinista Thomas Henry Huxley, abuelo del también novelista Aldous Huxley; y si Wells no fue científico se debió a su propia negligencia y falta de disciplina, como él mismo lo refirió. La imaginación de Wells no es nada ingeniosa en el sentido referido por Borges; es en todo caso objetiva, con las problemáticas inherentes a dicha naturaleza. Sólo esa objetividad le permitió revivir la metáfora de Coleridge. Coleridge al despertar y ver el pétalo en sus manos verdaderamente creyó estar en Xanadú, del mismo modo que el Viajero del Tiempo creyó estar en el futuro al ver el pétalo en sus manos.