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Correspondencias | Alfredo Loera | @alfredoloeramx

Los sueños son la actividad estética más antigua; a esa conclusión llegó Jorge Luis Borges, en el ensayo “La pesadilla”, incluido en Siete noches. Borges hablaba como escribía o viceversa. El libro de marras en realidad es la transcripción de siete conferencias impartidas por el Señor de los Laberintos. Sin duda, no hubo hombre más brillante para hablar de los sueños, para escribir de los sueños. La fantasía siempre ha sido la de soñar con Borges, tal vez así podamos aparecer en alguno de sus cuentos. “Las ruinas circulares”, recogido en Ficciones, donde un demiurgo sueña a su creación, mientras otro los sueña a ambos, es insuperable. La idea no es original del Poeta de los Arrabales, pero sí fue él quien la llevó a sus últimas instancias. En Siete noches agrega: “El examen de los sueños ofrece una dificultad especial. No podemos examinar los sueños directamente. Podemos hablar de la memoria de los sueños”. Es posible, continúa, que la memoria de los sueños no se corresponda con el sueño mismo. Es muy probable que los mejoremos, pues el sueño es una obra de ficción y la ficción en principio es ordenamiento. También ocurre que quizás el sueño sea algo parecido al instante. En un sueño todo acontece al mismo tiempo. Aparece un árbol y un hombre. Al despertar fabulamos: el hombre se convirtió en árbol.

En el sueño somos el teatro, el espectador, los actores, la fábula. A Borges le llama la atención que el sueño es un género dramático, y no sólo eso, sino que además, a pesar de ser nosotros mismos los creadores de nuestros sueños, al vivirlos, nos ponemos pequeñas trampas, sorpresas inauditas. Preguntamos algo y la respuesta nos deja atónitos. A veces el efecto es tan terrible que da lugar a la pesadilla. 

“La vida es sueño”, había dicho Calderón de la Barca; Borges recuerda un verso de Walter von der Vogelweide: “¿He soñado mi vida o fue un sueño?”. “Tenemos esas dos imaginaciones: la de considerar que los sueños son parte de la vigilia, y la otra, la espléndida, la de los poetas, la de considerar que toda la vigilia es un sueño.” Para Borges no había diferencia entre las dos materias, pues el mundo es una interminable apariencia, donde incluso podemos refutar el tiempo. Sea como sea, el sueño nos da la sensación de libertad. Es el origen de las invenciones. Según Addison, citado por Borges, la invención es la más poderosa de las facultades del alma. La sensación de caos, de arbitrariedad experimentada en los sueños, alberga su origen en que la invención es más rápida que nuestros pensamientos. No podemos mantener el ritmo, de ahí la sorpresa, la sensación de epifanía. Borges, como es natural, cuenta uno de sus sueños:

Recuerdo cierta pesadilla que tuve. Ocurrió, lo sé, en la calle Serrano, creo que en Serrano y Soler, salvo que no parecía Serrano y Soler, el paisaje era muy distinto: pero yo sabía que era en la vieja calle Serrano, de Palermo. Me encontraba con un amigo, un amigo que ignoro: lo veía y estaba muy cambiado. Yo nunca había visto su cara pero sabía que su cara no podía ser ésa. Estaba muy cambiado, muy triste. Su rostro estaba cruzado por la pesadumbre, por la enfermedad, quizá por la culpa. Tenía la mano derecha dentro del saco (esto es importante para el sueño). No podía verle la mano, que ocultaba del lado del corazón. Entonces lo abracé, sentí que necesitaba que lo ayudara: “Pero, mi pobre Fulano, ¿qué te ha pasado? ¡Qué cambiado estás!”. Me respondió: “Sí, estoy muy cambiado”. Lentamente fue sacando la mano. Pude ver que era la garra de un pájaro.

Como ya lo imaginarás, estimado lector, la razón por la que he contado todo esto, es porque soñé con Borges. El sueño no es reciente. Ya pasaron cinco años. Pero lo escribí por pura vanidad, y lo comparto aún con mayor vanidad. Tal vez en algún relato olvidado dentro de sus volúmenes o páginas manuscritas sea posible encontrarme, y he ahí la idea para escribir otro cuento. ¿No es entre los literatos un anhelo común? Lo comparto en su redacción original.

Soñé con Borges. Fui a su casa en un barrio medio pobre. Vivía al lado de un taller mecánico. Abrió la puerta y vestía una camisa azul y un pantalón caqui. Creo que andaba en pantuflas. Ya no estaba ciego, aunque seguía siendo viejo. No estaba solo, pero no recuerdo quiénes eran. 

Borges sabía que yo quería ser escritor y por eso en una especie de compasión me recibía. A nadie de los presentes le importaba que Borges escribiera. Es decir, más bien era el viejo solitario del barrio y nada más.

Yo me había encontrado en el libro usado un ejemplar de uno de sus títulos, no recuerdo cuál; era de pasta dura roja, una edición maltratada de los sesenta. Este libro tenía una dedicatoria de Borges a Adolfo Bioy Casares. Me sorprendió que Casares vendiera el libro al usado o que cualquiera que posteriormente tuviera el ejemplar no hubiese visto valor en esa firma. Quería enseñárselo a Borges, como en una especie de broma, al mismo tiempo que iba con la intención de pedirle que me lo dedicara.

Cuando llegué y me dejó pasar, estaba viendo la tele, una película argentina. Más bien sus acompañantes lo hacían. A él no le interesaba, no era de su época. No hablamos de mucho, como en una especie de reunión familiar silenciosa. Luego se metió a su cuarto por algo y regresó.

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 Pasado un rato saqué el libro y se lo enseñé y él se sorprendió de que aún pudieran conseguirse esas ediciones, que para él resultaban muy viejas. El libro estaba maltratado y con cuidado lo abrió. Yo le comenté que estaba dedicado por él a Casares. Le indiqué la hoja. Cuando lo hice pensé que iba comentar algo, pero se le hizo muy natural que Casares hubiese vendido al usado dicho libro. Y comprendí que su amistad con él iba más allá que la firma de un libro. 

Al poco tiempo Borges ya no tuvo interés por el ejemplar y me lo devolvió. Me lo devolvió con la intención de echarle un vistazo a la película y fue ahí cuando me animé a pedirle que me lo dedicara, así tendría dos firmas de él (pensé). Borges dijo que sí, que si tenía una pluma, pero no llevaba. Se volvió a un librero metálico, de esos como estantes en las tiendas, a buscar alguna. Encontró un lápiz y me preguntó que si no tenía problema con que me dedicara el libro con lápiz. Le dije que no y escribió algo y garabateó la firma. Cerró el libro y me lo dio. Le agradecí y nos quedamos en silencio a ver la película. 

Pasado un rato me di cuenta de que tenía que irme. Me despedí de los otros presentes y de Borges de mano. Su mano era rasposa, de viejo. Y me preguntó si iba a ir el lunes. No supe de qué hablaba. Vi una pequeña molestia en su rostro. Me preguntó, ¿cómo que a dónde? Y fue cuando entendí, se refería a una tertulia literaria que teníamos en un parque, en una de las bancas frente a unas canchas. Ahí nos juntábamos con todos, no sé quiénes eran todos. Le dije que sí y quedó conforme. Al salir de su pequeña casa busqué mi coche pero no lo hallé por ningún lado. Caminé de regreso a casa y se me hizo de noche. 

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