Para ser honesto, yo no quería ser fotógrafo. Si tomé la cámara, fue por Alejandra Esparza. Otros la conocían por su título: La Diva del Segundo Milenio.
Empezó a sonar cuando yo entré a la prepa. Más que las rolas, me atrapó ella, la Diva, sus expresiones, sus movimientos, sus actos en el escenario y videos musicales que salieron primero en Videorola, y después en YouTube. Me hice tan adepto a verla como un religioso a la bebida en sábado, y a Dios en domingo. Muchos se pusieron como yo, pero eso era diferente. Alejandra era la nueva luz en la cuadra, un cañonazo en ascenso. Semejante orbe lamparea al que se quiera. Al menos, hasta que descubren el lado oscuro del sol. Alejandra no era mucho mayor que yo cuando empezó su recorrido por el firmamento; según recuerdo, nomás me llevaba unos tres, cuatro años. Como a todos, le tenía que pegar la crisis de la juventud en algún momento.
El problema vino de que la suya fue televisada.
Hizo desfiguro tras desfiguro. Se rasuró todo el cabello excepto los mechones de la nuca, golpeó paparazis, raspó su Lamborghini con sus propias llaves, se hizo rapera, reguetonera después, y cristiana luego, salió desnuda y cubierta de pintura a las calles de la capital, compró un changuito en peligro de extinción, incluso se cayó dos o tres veces en el escenario, demasiado borracha para seguir su propia coreografía. Los ángeles no son perfectos. Por eso son aburridos. Y por eso, no existen. Pero eso no impide que la gente se decepcione de quienes no son ángeles. La mayoría desechó su recuerdo a la semana que se retiró. Yo, junto con quien me haya acompañado, guardé su imagen en el pecho, aprovechando el tiempo muerto para agarrarle a la cámara, presta a retratar sus ángulos perfectos si es que regresaban.
Por eso, aquella noticia en la tele me hizo latir el cora con alegría de borracho: La Diva del Segundo Milenio rompería el exilio con un concierto en la plancha del Zócalo.
No terminaría de contar todo lo que hice para conseguir un pase de prensa. El caso es que lo hice. Aquella noche de sábado, me pinté entre fotógrafos de todos los medios conocidos y algunos que ni ubicaba de la capital, fingiendo ser enviado de un diminúsculo medio de provincia. Debí haber parecido muy sospechoso, yendo con vestimenta demasiado formal, incluso con unos zapatos de fiesta negros. No importaba. Yo no venía por ellos. Me valieron madre los dos grupos teloneros, al menos hasta que tomé un par de fotos para que los reporteros no sospecharan más.
Entonces, a las 12 de la madrugada, Alejandra tomó el escenario. Estaba bellísima, entubada en una prenda negra de una sola pieza, los pantalones acampanados, su cabello rizado mutando con las luces del show. En verdad, lucía mejor que al comienzo de su carrera, incluso. Ella inauguró la coreografía.
Y ahí mi cámara se volvió loca. Congelaba foto tras foto, corriendo de aquí para allá en el escenario, buscando el mejor tiro. La Diva bailaba como si posara para nuestros ojos de águila digital, como si quisiera que le demostráramos al mundo el tamaño de la falta que fue darle la espalda a acariciar, aún en esos tacones, que si uno se fijaba bien, se daba cuenta que se los habían elegido demasiado largos, apenas los manejaba. No le hice demasiado caso. Yo estaba hecho un pendejo en la búsqueda de su mejor segundo, su mejor mirada, su sonrisa perfecta para inmovilizar por siempre. Mi trabajo estaba resultando buenísimo, me emocioné por hacerlo mejor aún. Hasta pensé que podría vender algunas de las fotos al Universal, el periódico que me llegaba los domingos, para ver a Alejandra en mi versión, mi Alejandra.
En ese momento, tan concentrado en buscar un nuevo ángulo, mi pie resbaló con un cable de las pinches bocinas que algún pendejo no aseguró bien al templete. Caí con la fuerza de mi peso. Alejandra se asustó con el tronar de mi cuerpo y, al voltear a medio paso de baile, cayó también, y golpeó con uno de los escalones al podio que estaba en medio del escenario para su gran solo. No hubo nada por hacer. La fractura de cervicales fue instantánea. Irreparable.
Debí echarme a llorar. Eso quise al principio. Pero en lugar de eso, ahí tirado, enfoqué y disparé la cámara. Lo que retrató fue a Alejandra, mi versión de Alejandra, con una mirada fulminada viendo hacia arriba, el cuerpo ladeado, como una modelo de dibujo.
El Universal no quiso comprarme la foto. Terminó publicándola La Prensa. Yo titulé mi obra La diosa inmóvil. El diario fue menos poético:
“NI LAS MANOS METIÓ. Otrora gran cantante regresó del exilio directo a su muerte, todo por unos tacones que no supo manejar.”