San Pedro puede ser mortalmente aburrido, sobre todo cuando se tiene 17 años. César, sentado en su pupitre, repasa los días que había esperado a la llegada de Andoni; y seguía la trayectoria de las moscas que pululan alrededor del maestro Federico. Los insectos se posan en el símbolo masón que traía colgado en el cuello. El maestro los insultó diciéndoles que no se pueden comparar con los héroes de la nación, que ni aspiren a algún día poder hacer algo tan relevante como separar el Estado de la Iglesia. Sonó la chicharra para anunciar que es hora de salir. Los alumnos salieron del aula, preparados para la tardeada que habría ese mismo día.
Pero Andoni sí anhela regresar a San Pedro. Aunque ya tiene dos años establecido en la metrópoli, no ha podido olvidarse de su novia, ni de sus vacas, que con tanto cariño ordeñaba en el establo de la familia.
La tardeada se celebró en el único salón de fiestas del municipio. Los Sampetrinos disfrutaron de una bonita velada, haciendo notar las buenas costumbres morales. A las nueve y media de la noche se empezaban a despedir para regresar a sus hogares.
— ¿Por qué las tardeadas se tienen que acabar tan temprano? No son ni las diez de la noche, y ya no tenemos nada que hacer. Y todas las mujeres ya metidas en su casa —dijo Andoni.
—Y mañana tener que aguantar otra vez al maestro de historia, con su “ustedes no van a hacer nada como los héroes nacionales”—contestó César con pesar.
—Se me acaba de ocurrir algo. A ver, César, tú vas a ir y vas a conseguir un sostén y unas enaguas. Yo, voy a ir por una peluca y un labial. Nos vemos en la plaza principal en media hora —Andoni le comentó a César.
A César le brillaron los ojos, ya necesitaba algo de diversión, no le bastaba con las veces que lo habían metido a la correccional para que dejara de hacer sus bromas pesadas, siempre se sentía lleno de energía para realizar las nuevas travesuras que se le ocurrían a Andoni.
—Ya estas, ahí nos vemos en media hora –contestó, sin poder imaginar el plan.
César entró al cuarto de su hermana mayor buscando algo de ropa que le sirviera, sin embargo la encontró acostada en su cama con un libro en la mano. Con gesto aburrido salió del cuarto pensando en otra opción, vio pasar a la nana Doña Josefina que se dirigía a la cocina y no dudo en ir directo al patio.
Más tarde se encontraron en la plaza principal del municipio.
— ¿Y qué vamos a hacer? — preguntó César.
— A ver, muéstrame lo que trajiste — respondió Andoni.
César saco el sostén y las enaguas.
— Muy bien, ahora, ¿ves esa estatua que está ahí?, la vamos a vestir.
César volteó a ver la estatua que estaba a unos tres metros de altura y no supo qué contestar, volteó a ver a Andoni esperando indicaciones. Andoni entendió su gesto, él siempre era el de las ideas y César, el que ayudaba a llevarlas a cabo.
— Te vas a subir en mis hombros y te paso la ropa, para que se la pongas a la estatua. Nada más hay que tener cuidado que no pase ningún policía.
Se subió en sus hombros, con la ropa en la mano, pero unos policías pasaron en una motocicleta, los dos se quedaron congelados y Andoni empezó a recitar
—El respeto al derecho ajeno es la paz.
—Paz para todos ustedes —acabó de recitar César, mientras soltaba una risa sospechosa a los policías.
Los policías se estacionaron y revisaron que no trajeran botes para rallar con laca, al no encontrarlos; pensaron que andarían consumiendo alcohol, pero tampoco encontraron bebidas. Aprovecharon para regañarlos a ver si evitaban que hicieran alguna de sus travesuras. Sin embargo, ocasiono el efecto contrario, más victoriosos se sintieron al realizarla.
Doña Josefina, por la mañana del día siguiente, fue al tendedero a recoger su ropa limpia, se sintió un poco confundida al no encontrar el sostén y las enaguas. Pensó que trabajar como nana tantos años ya le estaba afectando la lucidez, luego le dio otra pensada y supo que los jóvenes de la casa seguro le estaban jugando una broma de mal gusto, se avergonzó de solo imaginarlo.
El maestro Federico, devoto de la Masonería, paso al lado de la estatua camino al colegio. Siempre le brindaba respeto al recuerdo de Benito Juárez, sin embargo esa vez fue diferente, su cara se desencajo en deshonor y burla. Seguro era un acto de los fanáticos del Clero en venganza contra el antiguo presidente, era verdad que no podían superar que le hubiera quitado poder a la Iglesia y apoyara a los Masones. Corrió dramático a buscar un culpable.
Poco tiempo pasó para que llegaran un grupo de masones que pedían justicia con golpes a casa de Don Quico, buscando una solución a las bromas pesadas de su hijo. Salió a recibirlos en su guayabera blanca y sus pantalones caqui, vestimenta con la que se le veía seguido. Sin perder la calma, se acomodó los lentes y les contestó.
— ¡Ah! Que Don César.
Se rasco la cabeza y mando a Doña Josefina a buscarlo. La nana se sonrojo enfrente de todos, esperando pasar desapercibida.
—Yo me encargo de él —dijo Don Quico a los señores, y sin ponerles mucha atención se despidió.
Don Quico habló con el abuelo de Andoni, decidieron sacarlos de San Pedro durante unos meses, para que no fueran víctimas de los golpes de los masones. No los regañaron, y la razón era simple, ellos eran Católicos.