investigación deuda, influencias y gastos sobre secretaría de inversión público productiva de Miguel RiquelmePortada Reportaje
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Texto por Elena Palacios

Salgo de mi escondite cada mañana, justo cuando las puertas del colegio se abren para recibir a los demás niños y comenzar la jornada. Los alcanzo y me confundo entre sus risas. No sé cuántos años tengo, pero me identifico con todos. Algunos días con los de ocho años; otros, con los más pequeños; y otros más, con los mayorcitos, de once, doce años. No importa, creo que el uniforme hace que yo pase desapercibido. Si entro al baño, puedo verme en el espejo: piel pálida, ojos redondos con ojeras grises y cabello muy liso, como si estuviera mojado. Tengo sucias las uñas, con una suciedad verdosa; las lavo o las escondo para que no me avergüencen pero al día siguiente vuelvo a tenerlas sucias. En mi mejilla izquierda hay un lunar parecido a una lágrima oscura cayendo del ojo.

Todos los muros del colegio llevan pintura verde, un verde tierno, como nieve esponjosa de limón. Hay cinco salones en la planta baja y una escalera de cemento que subo cuando quiero ir a los grupos de cuarto, quinto y sexto. Elijo el salón para pasar la mañana. Creo que hoy será segundo. Me gusta la voz de la maestra de ese grupo. Es grave y tranquila, como si nada tuviera poder para alterarla, pero descubro lo contrario cuando grita el regaño a algún mal portado, como ella dice. Ahí aprendí las tablas del dos a la del cinco, y también a dividir. Al principio no podía, pero esa maestra parece un ángel; aunque nunca he visto uno, imagino que los ángeles tendrán la cara y la voz así. Y que igual que ella, se pasearían entre nosotros los niños, custodiando nuestros logros y acariciando con ternura nuestra cabeza.

Los lunes, en cambio, subo a quinto. La profesora tiene la cara seria, la dureza de su mirada se agranda tras sus anteojos. Pero los lunes nos enseña a cantar, por eso subo. Me siento hasta atrás, a espaldas de un niño alto, para que no me vea y no molestarla.

Cada viernes entro al salón más temido por todos, el de sexto grado. La maestra es la directora, una anciana de ojos redondos y piel pálida. Lleva siempre una diadema de carey que le mantiene la frente despejada. Ahí también recibe los pagos de las colegiaturas, por eso sólo debo esperar a que alguien, niño o adulto, entre a pagar, entonces aprovecho y me cuelo sin que nadie se dé cuenta. El viernes de cada semana hay examen para sexto. Disfruto el ambiente de nervios y de tensión. Casi puedo oír el tamborileo en el pecho del niño que va a ser interrogado. Sufro angustia si se equivoca al responder, pero comparto su triunfo cuando acierta. Los mejores alumnos ganan una tarjeta blanca; los casi mejores, una azul; los que estuvieron bien reciben una amarilla. Cuánto anhelo tener mi propia colección de esos rectángulos perfectos de cartulina pero por más que alzo la mano o grito la respuesta, parece que la maestra no me escucha. Ha de ser, que a causa de la edad su oído se ha estropeado, pero si me aproximo para hablarle, puedo sentir su ligero estremecimiento ante mi cercanía.

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A veces visito el salón de preprimaria, nomás para ver a Ofelia, la profesora que me enseñó a leer. Voy a la hora del receso y mi vista embelesada se regocija al verla ofrecer sus dulces: gomitas azucaradas, tamarindos enchilados, monedas de chocolate y chamois que hacen toser. Pasa entre las filas con su charola de delicias y lleva el dinero en una bolsa del delantal. Admiro sus uñas limpias que despuntan en su piel morena.

Lo único ingrato en el recreo son los juegos de balón. Mi alma se encoge cuando los niños corren tras la pelota y se la disputan. Entonces huyo del patio y entro al aula; mientras las niñas se secretean e intercambian muñequitas de papel, tomo un gis y dibujo en el pizarrón. Dibujo un mar, sin olas y profundo, y a mí con traje de buzo. Jamás nadie me delata cuando la maestra vuelve y pregunta de quién son esos garabatos.

Cada tarde el colegio se muere. Agoniza en la alegría de cada niño que regresa a con sus padres. Una a una las voces se apagan; enmudecen los salones, los patios, la escalera. Me quedo un rato más ahí, entre los arbustos de laureles rojos y los árboles de granadas que prestan sombra a los bebederos. Asomo mi nostalgia por las ventanas de los salones. Duermo una siesta, arrullado por los ecos que se esconden entre el concreto y la madera. 

Al tenderse las sombras, un aroma a flores secas me conduce hacia la casa, ésa que de día nadie nota, será porque siempre permanece cerrada. No necesito luz para recorrerla, no tropiezo, la conozco de memoria. La mecedora siempre vacía, el espejo redondo y el baúl que guarda juguetes antiguos. Llego a la cama de latón donde duerme la anciana directora, dueña del colegio. La escucho sollozar en la negrura. He visto sus lágrimas mojar la almohada. Me atormenta su llanto, lo siento como una gruesa cadena que aprisiona mi espíritu. 

No me gusta entrar en sus sueños, pero siempre estoy ahí, en su pesadilla más cruel: es ella, joven y sentada en la mecedora, canta arrullos al hijo que acuna en su regazo. Luego ha de pasar el tiempo, porque la veo correr tras el niño que juega con una pelota. Un hombre viene y discuten, sus ánimos se alteran. En el patio, la esfera de hule brillante cae en la cisterna, el niño también, por querer rescatarla. Entonces la mujer de la diadema grita, se jala los cabellos, se desgarra el alma. Después sus gritos languidecen, hasta quedar en un gemido lastimero de animal en agonía. De vuelta en la mecedora, arrulla a su hijo muerto. En el piso, un charco crece con las lágrimas de la madre y el agua que escurre del cabello infantil.

La directora despierta jadeante y yo junto con ella. Soy liberado del horror de ese sueño. Se sienta en la cama, se sirve un poco de agua de la jarra que pone en la mesita de noche. Da dos tragos, reacomoda su almohada y con el cuerpo vuelto hacia la pared, reconcilia el descanso. 

Yo también tengo sed, Espero el compás de su respiración para beber pero la jarra es muy pesada. En mi intento de servirme hago caer el retrato del buró: es la foto de un niño, sé que soy yo, pero más pequeño, los ojos redondos y la piel blanca, el cabello liso como si lo tuviera mojado, y en la mejilla un lunar, como lágrima oscura que cayera del ojo.

Es muy tarde ya, casi la medianoche. Salgo del cuarto de mi madre sin hacer ruido. Atravieso el patio y regreso a mi escondite, la cisterna. Ignoro los años transcurridos, pero aún logro pasar a través de la ranura en la tapa del depósito. Tanto al entrar como al salir, me ensucio las uñas de lama húmeda y verdosa. Aquí descanso, hasta que mañana el colegio vuelva a abrir sus puertas y reciba a los niños, y yo pueda mezclarme entre sus risas y seguir viviendo de su alegría. 

El texto aquí mostrado forma parte de libro “Cuentos cortos para gente que duerme sola” de Elena Palacios. Su reproducción fue avalada por su autora.

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