Por Elena Palacios
Carmela nació fea y nunca se compuso. Prieta y obesa, la nariz ancha y los dientes frontales grandotes y separados. Por eso me aborrecía, porque yo siempre he sido bonita. Sólo las mujeres somos capaces de entender la ignominia que pesa sobre las feas.
Sin embargo la aversión era recíproca. Ella tenía algo que yo no: un jardín grande y primoroso, diez metros cuadrados en los que, con toda dedicación, plantó rosales de todos los colores. Y se le daban tan bien que la envidia como una nube oscura, llovía cuajadas gotas verdes sobre mí. Obsesivo, un reclamo me atormentaba cada vez que pasaba por su casa: ¿por qué esta tipa barrigona y vulgar, tiene el jardín que yo jamás tendré?
Un jardín no se obtiene por gracia divina, hay necesidad de limpiar, de retirar el cascajo y los hierbajos, de abonar la tierra e invertir en plantas. Mis seis metros pedregosos siempre han estado lejos de parecer un jardín. Así, todo lo que planto se me seca. Lo único que ha sobrevivido en estos años es un laurel y no me gustan los laureles, pero a Carmela sí. Lo descubrí hace ocho años: un laurel joven, de florecillas blancas y recién plantado, se dejaba mecer por el suave viento de la mañana.
Desgraciada gorda. ¿Por qué poner un ordinario laurel de hojas verde triste en medio de las rosas? Qué absurdo. Ya sospechaba que mi vecina provenía de familia corriente y ésta era la prueba.
Aguanté la tentación de llamar a su puerta y pedir explicación por el laurel, pero me fui sin voltear, con la mirada en alto, para mostrar mi dignidad. Le dije todo a mi esposo: que Carmela y yo nunca nos habíamos caído bien, le conté de sus rosales y del laurel en su jardín. Me escuchó con calma y aunque no dijo nada, sentí su apoyo, tal vez mi indignación despertó su más tierna solidaridad. ¿Qué piensas hacer?, me preguntó más tarde, pero no contesté.
Pasé el día pensando y cuando por fin se hizo de noche no pude dormir, esperé a que diera la una para levantarme. Me vestí, tomé el cuchillo grande y salí en pantuflas. Ignoro si Pepe notó mis movimientos, quise creer que no.
Me metí al jardín de Carmela y de prisa desenterré el laurel. No hubo problema pues la tierra aún estaba floja. Resultó tan fácil llevármelo que me dio en pensar por qué la ballena fue tan estúpida de no proteger más a la planta. ¿Acaso no se le ocurrió que yo podría llevármelo? Tal vez ni lo pensó, la grasa de su panza le atrofiaba las ideas.
El arbusto durmió en el fregadero de la cocina, para que sus raíces mantuvieran la humedad; yo regresé a mi cama, me acurruqué con mi marido; con la piel fría por mi incursión nocturna y con tierra en las uñas, pero satisfecha.
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Por la mañana, de rodillas y aprisa planté el laurel en el hueco que aguardaba. Era posible que la envidiosa intentara recuperarlo, pero me arriesgué. Cuando fui por tortillas miré de reojo a la casa de Carmela, me espiaba tras la cortina, pero no salió a reclamarme, por el contrario, al notar que la vi, se retiró.
Siempre le rogué a Pepe que me arreglara el jardín, que pusiéramos césped y plantas bonitas. Pero él, perezoso y tacaño, no cumplió jamás lo que tantas veces prometió.
Repito, nunca me han gustado los laureles, se parecen a Carmela: toscos, corrientes, de silueta desparramada. En cambio, a Mamá Juanita, que es mi abuela, anciana pueblerina y sin refinamiento, cualquier planta que dé flores, le parece buena. Por eso hace ocho años compró ese laurel blanco y me lo regaló. Lo recibí con una sonrisa y le pagué con un beso, prometiéndole que enseguida lo plantaría. Con el cuchillo de la cocina hice un pozo y lo planté. El arbusto ha estado ahí desde entonces, salvo aquella ocasión en que tuve que rescatarlo de Carmela, que lo vio, le gustó y me lo robó para ponerlo en el centro de su jardín.