Por Alfredo Loera
Ahora estaba adentro de ese hueco, adentro de ese pequeño espacio, aislado de las cosas, de la luz; ahora estaba metido ahí, como dentro de sí, pero como afuera de todo; ahora estaba en esa especie de limbo ilógico y falso; de ese limbo diminuto, donde sólo su respiración cabía, y su cuerpo engarruñado, como si él mismo fuera una especie de pústula; ahora estaba ahí metido, respirando su propio olor, su propio sudor, su piel irritada al contacto con el forro sintético; sus pelos y cabellos cada vez más húmedos, su aliento cada vez más reseco. Ahora estaba ahí, metido con su propia mierda, de día y de noche, ya confundida con sus muslos y su sexo, que se percibía inservible entre la oscuridad, abajo, ahí donde después su ser se extendía hasta los pies descalzos, perdidos en la penumbra de esa pequeña cápsula del amontonamiento, donde él había permanecido ¿ya cuánto? ¿Dos días, tres días?, amarrado de las cuatro extremidades, encuerado como un pequeño lechón, al que se le tiene ahí para comerlo y cagarlo, para cagarlo.
Abría los ojos, los volvía abrir más, para encontrar en esa penumbra cuadrada, de uno por uno y medio, una salida; en esa oscuridad hecha por los hombres, en esa oscuridad perecedera, encerrada como él, con él, en la existencia de los hombres. Abría los ojos para distinguir algo que pudiera ayudarle a escapar de ese cuadrante de su cuerpo, ensombrecido a fuerza de madrazos y culatazos, a fuerza de patadas, amenazas, sonrisas y mentadas de madre; para salir de ahí, sin realmente saber para qué.
Abría más bien los ojos como una inercia; buscaba una salida, empujado por esa misma fuerza extraña, porque estando ahí adentro le llegaba la sensación de que de cualquier manera no tendría ningún caso escapar. ¿Para qué huir de ese hoyo lleno de sí mismo, de su cansancio de días, de esa imposibilidad para dormir? (creyó que sólo los animales y los hombres tienen esa facultad); ¿para qué salir si de pronto le parecía que él ya no era nada? Sólo una masa descoyuntada con cabeza, piernas y brazos; con pelos e intestinos. ¿Para qué salir si le parecía que ya nunca podría andar erguido en dos extremidades? Pensaba que de ahora en adelante sólo podría arrastrarse por el suelo, pero ya ni siquiera como una serpiente, ni como un gusano, sino como algo completamente nuevo, algo que la luz del mundo nunca habría visto.
Tal vez, por eso era necesario permanecer ahí en ese limbo, en esa oscuridad, donde los elementos se combinaban entre sí, para engendrar las cosas más atroces. Él ahora se sentía como una de esas cosas amorfas, sin cuerpo, pero con masa; sin sentidos, pero con sufrimiento, con conciencia de sí mismo.
Nunca había tenido tanta conciencia de sí mismo, no hasta que lo metieron ahí, no hasta que lo dejaron ahí, consigo, como en una especie de burla, en un intento por embriagarlo con sus propios eflujos; como si de esa manera ya comenzara a descomponerse, y a cada instante transcurrido estuviera más listo para la muerte. Pero no una muerte en la que se terminara con una vida, no una muerte en la que se liberara un espíritu, sino una muerte en la que el hombre se convertía dentro de la escala zoológica en desecho, ya ni siquiera en estiércol para la tierra, sino en erosión, pero ni siquiera eso, en vómito de tierra, en usurpación de los miembros que se acumulaban en las profundidades.
Y sin embargo, él estaba ahí, metido, pudriéndose ya, para ya nunca más andar, para ya nunca más entender el espacio; ahí en sí mismo, tratando de ver, de encontrar algo que le pudiera ayudar a escapar, por pura inercia.
Curiosamente, debía aprovechar la oscuridad para hacerlo, sólo en esa soledad cuadrada tenía el tiempo para hacerlo, esa especie de sensación de estar en movimiento aunque este fuera entre las deyecciones de su cuerpo y su respiración viciada. Sólo en las tinieblas le era posible buscar. Y por eso lo intentaba, porque en realidad no lo hacía. (Una cosa como la que él pensaba era, ya no sería capaz de llevar a cabo ninguna acción humana; entonces sólo era como si estuviera moviéndose en similitud con las aguas de un gran drenaje. De acá para allá, en corrientes internas que acarreaban toda clase de desperdicios). Intentar una salida de sí mismo ya no al mundo sino a otra naturaleza, a otro tipo de existencia que nada tuviera que ver con la humana. Sólo en ese encerramiento se sentía con tiempo para ello. Porque cuando abrían la oscuridad, lo que de este lado, en un mundo apócrifo, sería la cajuela, él o eso se sorprendía, y ya sin comprender la luz se paralizaba, le daba la sensación de no tener tiempo para moverse dentro de su cuerpo y observaba de nuevo las cosas que creía conocer en otra experiencia: veía como rostros de seres extraños, rostros que le sonreían desde lo alto, con miradas extraviadas en otras oscuridades, especie de fragmentos donde el tiempo ya también sin tiempo existía; donde los pensamientos se habían convertido en otras inercias, en otras repeticiones sucesivas e interminables, de palabras huecas, sin ya realmente significado.
Los observaba a los ojos, a esas semillas infértiles incrustadas en esas carnes y cráneos extrañamente presentes, como fantasmas o seres que habían usurpado sus cuerpos de los elementos, presencias que no tendrían coherencia con los elementos. Los observaba asustado y descubría cuán parecido era a lo que tenía en frente. Tan parecido que comprendía sus lenguajes vacíos, sus ademanes huecos. Tan parecido que de pronto también encontraba familiares sus voces. Tal vez por eso le daba la impresión de ya no poder moverse, porque recordaba en lo otro, su antigua condición de hombre. Y entonces era cuando podía escucharlos (sin saber cómo), que se fuera con ellos, que ya llevaba mucho ahí metido, que había chela, coca, lo que quisiera, que había morritas, para que se chingara una, dos, para que ya no estuviera ahí metido, que ya se saliera. Ya salte, escuchaba.
Le parecía que esos sonidos no eran palabras sino otra cosa, y sin embargo precisamente eso eran, palabras. Estúpidas palabras de hombres. Entonces la voz emanada de esas bocas lo confundía, porque así, al encontrarse con la temible voz del ser humano, se convencía más de que ya no sería capaz de salir de ahí; pero no porque no pudiera, eso justamente le pedían, sino porque lo encontraba inútil, absurdo, no porque no tuviera ningún sentido, sino porque así sólo confirmaba la estupidez de su existencia. El hecho de que pudiera caminar en dos extremidades era la confirmación más grande de la estupidez.
Y sin embargo, a pesar de todo, las palabras, esas incoherencias en sus bocas, siempre buscaban su respuesta; las palabras también emanaban por la suya, sin que él pudiera controlarlas. Palabras que dentro de ese lenguaje vacío expresaban intentos de persuasión: de que lo dejaran ir, de que éramos los mismos. Eso resultaba lo más contradictorio de todo lo que se escuchaba balbucear, que éramos los mismos. Los otros lo miraban sin verlo por la borrachera y lo encerraban otra vez en la penumbra y lo dejaban, con la presencia más repulsiva que pudiera acompañarlo, consigo mismo, para que “lo volviera a pensar”, pero aquí pensar ya no significaba más que algo desatinado.
Cuando lo volvían a encerrar era cuando a su conciencia regresaban imágenes de su antiguo estado, cuando se consideraba un hombre, un ser humano, un estudiante. Cuando recordaba sus ahora imbéciles planes de una supuesta vida completamente incomprensible con la realidad en la que se hallaba.
Apenas algunos días atrás había llegado a Monterrey. Aún en su conciencia recordaba cuando salió de los andenes de la central camionera, cuando vio a Juan, un amigo, cuando lo saludó.
—¿Qué pedo, cabrón? ¿Cómo estás?
Había llegado a eso de las siete de la noche y estaba emocionado, porque iba a vivir por primera vez solo, sin sus padres, en un departamento con Juan, un viejo amigo de la secundaria, que ya algunos años tenía en Monterrey. Estaba emocionado porque había sido aceptado en la facultad de medicina de la Autónoma de Nuevo León; emocionado porque seguramente irían a tomarse unas chelas para festejar su arribo.
Salieron al estacionamiento y él echó la maleta en la cajuela del carro de Juanito, como él le decía; jamás creyó que en una hora él mismo estaría adentro de un espacio similar.
Subieron y con la música a todo volumen, tomaron una de las avenidas del centro. Hablaron de lo chido que era que estuviera en Monterrey, de lo bien que le iba a ir, ahora que había sido aceptado con los Tigres.
—El lunes te llevo, carnal, para que veas lo de las inscripciones —le dijo su compa—, pero por ahora hay que echarnos unas frías.
Él asintió alegre, en esa vida irreal, que nada tenía que ver con esta otra, en la que por primera vez conocía el interior de su ser, el olor de sus orines en las piernas.
Así estuvieron y Juan dijo que se las tomaran en el depa: cómo él sabía, el Barrio Antiguo ya estaba muerto.
—No hay pedo, mi Juanito —contestó él—, vamos al depa, será nuestra primera pedota.
Entonces, tomaron Ruiz Cortines.
A medio trayecto vieron que extrañamente había un tráiler atravesado en el bulevar. El tráfico que los acompañaba en los otros carriles se frenó al igual que ellos. Él se preguntó, como todos, por lo que había pasado, por lo que estaba pasando. Juanito comenzó a presionar el claxon, los otros conductores hicieron lo mismo. Después de mirar algunos segundos lo que estaba en frente, fue cuando se percataron de los hombres. No eran muchos, pero comenzaron a acercarse a los automóviles. Abrieron la puerta de su lado y lo sacaron. No opuso resistencia. Estaba confiado en que nada ocurriría. Pensó que se robarían los carros y nada más. Lo hicieron que corriera hacia el lado posterior del tráiler. No vio bien lo que los demás hacían, perdió de vista a Juan. Lo hicieron que se quitara la ropa y los zapatos. Lo apresuraron. Confundido, sin pensarlo, obedeció. Le sorprendía la contundencia de los rifles de asalto, que no dejaba de observar; luego, le dieron de madrazos y le amarraron las extremidades. No sintió dolor. Tampoco supo por qué se metió a la cajuela, a la oscuridad, donde las voces y los rostros le dijeron.
Después ruidos en el exterior. Él estaba calmado. Sintió que el carro se movía, pensó que ya pronto lo dejarían libre. Pero sólo se encontró consigo mismo, con esas tinieblas que lo contenían y que cada vez más le demostraron lo que en verdad era, lo que en verdad siempre había sido.
Ahora sólo quedaba esperar a que se pudriera, que poco a poco se convirtiera en una mancha de salitre; sin embargo, cada que abrían la cajuela y le preguntaban si quería un tequilita, era como si no le permitieran consumirse.
—Te vamos a pozolear —decían—, el comandante me dijo que te avisara.
Ahora él se percataba de su verdadera condición. ¿Para qué tomar ya una cerveza o un tequila, para que cogerse a una de las morritas que le habían arrimado, con ese miembro inútil? Sabía que eso de cualquier manera podría ser una broma, un método, en el siempre perspicaz ingenio del hombre, para seleccionar a los que se desechaban primero.
Porque él había visto los videos, quién no lo había hecho, en los que con sierras eléctricas o cuchillos, a mano, decapitaban a los desechables. Siempre pensó, en su otra experiencia, que eso ocurría sólo a cierto tipo de personas, pero resultaba que todos eran el mismo.
Los mutilados al momento de ser desmembrados estaban tranquilos. Ni siquiera respiraban agitados. Él en la oscuridad cuadrada de la cajuela, con su cuerpo estúpidamente sensible al calor y a su propia humedad, lo estaba menos que los que había visto en los videos y quienes oían el motor encendido de la sierra eléctrica. Los desechables nada hacían, sólo miraban a la cámara, como si ya no estuvieran; como si ellos, como él ahora, se preguntaran para qué irme, para qué salir de esto, para qué erguirme y andar en dos extremidades sobre las calles; como si ellos también descubrieran que hacerlo sería la confirmación de la necedad. Entonces era cuando la sierra, que en ese momento encontraba su verdadero y original uso, se acercaba a los cuellos, como tímida, ni siquiera con la contundencia con la que se ataca a los troncos de madera, como si el operador tuviera la precaución de no quebrar la cuchilla rodante, no joderla, al contacto con los troncos de carne ya corrupta. Los desechables entonces aceptaban el golpe en sus gargantas. La sierra se alejaba como si primero fuera necesario marcar un canal por donde guiarse al cercenar las cabezas. El desechable con la yugular rota, con la tráquea rota, se balanceaba un poco como queriendo no perderse su propia decapitación, como si no quisiera ser un necio que se negara.
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Era cuando la sierra con su sonido ahora sí entraba de lleno hasta el hueso, para ahí detenerse por segunda vez al encontrarlo, como creyendo que no iba a haber obstáculo. Los ojos del decapitado permanecían abiertos, como si así tuvieran que estarlo para comprender lo que le pasaba al cuerpo, porque el cuerpo se convertía en algo completamente distinto, ya no en coherencia, sino en algo no geométrico, en algo que así desarmado ya no podría aceptar la tierra. En esos ojos por extraño que pudiera parecer también se presentía una sonrisa. La terrible sonrisa humana.
La sierra pasaba y era cuando el cuerpo adquiría su presencia, los hombros, los brazos, el pecho apagado por la sangre. La mirada ya sin mirada. La cabeza burlona, como la que se tendría para reírse, pendiendo ya por un pellejo, que la sierra torpemente buscaba. La cabeza de cabeza, como buscando algo perdido en la espalda del tronco ajeno, como si el cuerpo tuviera que tomar esa posición para saber algún extraño truco, para encontrar los hilos negros que lo moverían sin saberlo por el mundo, para encontrar lo que hay en esos sitios a las espaldas, en las nalgas, para por primera vez verse y olerse, para saber lo que es uno, lo que debe tirarse en una bolsa.
Él había visto los videos. Lo que pasaba en esas bodegas, en esas ciudades, en ese mundo que él había caminado, jalado por los mismos hilos. Ahora, él también ahí almacenado, sentía cómo las extremidades lo abandonaban, cómo las extremidades se repartían; cómo su cabeza descoyuntada se rodaba como si nunca le hubiera pertenecido, como si las cabezas no fueran parte de los hombres. Sentía sus piernas sueltas allá en el rincón de la cajuela, su sexo esparcido en bolas de pelos por el forro sintético, sus brazos inertes, ya lejos, como grandes larvas, de tal manera que le daba la impresión de que comenzaban a comerlo. En ese pequeño espacio, la cabeza estorbaba al tronco, y éste se encontraba completamente deshabitado, pues, había comenzado a perder su nombre.
Xalapa, Veracruz – Julio de 2012