Correspondencias | Alfredo Loera | @alfredoloeramx
¿Se puede escribir un gran libro de cualquier tema? Después de leer Moby Dick, más de uno lo considera difícil. No es una opinión popular en nuestra época –debo decir-, pues resulta común la palmadita falaz y consoladora. Escribir se ha vuelto algo cotidiano, se escribe sobre todo, sobre la tarugadita del seguro de la puerta, sobre las formas de los bigotes en las novelas ochocentistas, sobre la mugre de la uña del dedo chiquito del pie izquierdo, sobre la espesura y los colores de las espumas de las cervezas hispanoamericanas, sobre las figuras del iris de los ojos coquetos, sobre los sombreros en la novela de la Revolución Mexicana, etcétera, etcétera, etcétera; y no estoy en contra de ello. Soy practicante empedernido de todo lo anterior. Es decir, me agrada la idea. Sin embargo, no por mero regodeo en la redacción de párrafos y párrafos, hojas y hojas, poemitas y poemitas, novelitas y novelitas, no nos asalte la pregunta en medio de la noche, y abramos nuestros pequeños párpados, de roedor cachetón e intranquilo, ciegos en la oscuridad de la habitación, y preguntemos en silencio, ¿es posible escribir un gran libro de cualquier cosa? No seamos hipócritas -como estúpidos y sensuales lectores de Baudelaire-, todos, sin importar el tema y la extensión, desean escribirlo. Es costumbre que solamente nos queden monos.
Moby Dick es un gran libro, y no me refiero a las seiscientas y pico páginas, ni al leviatán, a.k.a. cachalote, con sus cincuenta toneladas de peso, según las fuentes poco confiables del internet. Me refiero a la profundidad de la concepción humana de Melville. Me refiero a las escenas cautivadoras, como esa del fuego en medio de la inmensidad del océano nocturno, para ser más exactos el Pacífico -en una especie de prefiguración del Viaje al fin de la noche-, en el cual se escriben párrafos como el siguiente:
Sin embargo, el sol no oculta los tristes pantanos de Virginia [a diferencia del fuego], ni la maldita Campagna de Roma, ni el inmenso Sahara, ni todos los millones de millares de desiertos y pesares que hay bajo la luna. El sol no oculta el océano, que es el lado oscuro de esta tierra y cubre sus dos tercios. Por lo tanto, el mortal que lleva en sí más dicha que dolor no es sincero: o no es sincero, o no se ha desarrollado plenamente. Lo mismo ocurre con los libros. El hombre más sincero entre todos fue el Hombre de los Dolores, y el libro más sincero fue el de Salomón, y el Eclesiastés es el hermoso acero forjado del dolor. «Todo es vanidad». TODO. Este mundo obcecado aún no ha adquirido la sabiduría de Salomón, el no cristiano. Pero el hombre que esquiva los hospitales y las cárceles y aprieta el paso ante los cementerios y prefiere hablar de óperas antes que del infierno, el que llama pobres diablos y enfermos a Cowper, Young, Pascal, Rousseau; el que durante su vida despreocupada jura por Rabelais como por el más sabio, es decir, el más alegre, ese hombre no es digno de sentarse sobre las lápidas y romper la tierra verde y húmeda junto con el insondable, maravilloso Salomón.
La intensidad de la prosa en sus fragmentos más significativos es insuperable y ahí la dignidad del texto. Es el caos depositado en la novela misma. Moby Dick, como libro, es extraordinario en tanto es caótico e imaginativo, porque es una escritura hecha de extractos de otros discursos (político, geológico, biológico, filosófico, culinario, marítimo, carpinteril, etc.), los cuales se dislocan hacia significaciones tan originales como aquella de especular si el chorro de la ballena es pura agua líquida o, en su defecto, únicamente vapor de agua. No podrás negar, estimado lector, que es una muy interesante pregunta, digna de la disquisición más cerebral. ¿Qué diríamos al respecto?
Por esta y otras características, se trata de una novela del tipo ensayístico, monografía de la aventura, monografía de lo desconocido, pero igualmente muchos de sus capítulos se pueden considerar poemas en prosa. Como ese otro donde se habla acerca de la blancura de la ballena:
¿Será acaso que la blancura ensombrece con su vaguedad el vacío, las despiadadas inmensidades del universo, y nos apuñala por la espalda con el pensamiento de la nada, cuando contemplamos las albas profundidades de la vía láctea? ¿O acaso ocurre que en su esencia la blancura no es tanto un color cuanto la ausencia visible de color y, a la vez, la fusión de todos los colores, lo cual explica que exista tal vacuidad —muda y a la vez plena de significado— en un panorama nevado, y ateísmo de todos los colores tal que nos estremece? Y cuando consideramos esa otra teoría de los filósofos naturalistas, según la cual todos los demás colores terrenos, toda ornamentación majestuosa o encantadora —los dulces matices del cielo crepuscular y los bosques, el dorado terciopelo de las mariposas, esas otras mariposas que son las mejillas de las muchachas— serían tan sólo astutos embelecos no inherentes a las sustancias reales, mas superpuestos a ellas desde el exterior, de manera que la divina Naturaleza estaría pintada como una prostituta cuyos incentivos sólo cubren el sepulcro interior; y cuando vamos aún más lejos y pensamos que el cosmético místico que produce cada uno de sus matices, el gran principio de la luz, es blanco o incoloro y si no obrara sobre las cosas a través de un medio lo revestiría todo, hasta las rosas y los tulipanes, de su tinte neutro: cuando meditamos acerca de todo esto, el universo paralizado surge ante nosotros como un leproso; y a semejanza de esos resueltos exploradores en Laponia que se niegan a llevar anteojos coloreados, el desventurado incrédulo contempla hasta enceguecerse el monumental sudario blanco que envuelve la perspectiva tendida a su alrededor. La ballena era el símbolo de todas estas cosas. ¿Cómo puede asombrarte, lector, la ferocidad de la caza?
Sin duda, rompe con las convenciones de lo novelístico. Otro rasgo problemático es la voz narrativa de Ismael. “Llamadme Ismael”. Call me Ishmael, pues ¿cómo es que pasadas las primeras cien páginas del volumen, cuando se ha establecido un tono y estructura narrativa, de pronto sin una explicación verosímil, nuestro querido amigo ballenero nos narra los pensamientos de los otros personajes? Si siguiéramos los consejos de los mejores talleristas mexicanos e hispanoamericanos, diríamos que este es un grave error en la verosimilitud del relato. Pero al demonio la verosimilitud. Jamás se ha escrito un gran libro apegado a la verosimilitud del momento. Lo verosímil es el lugar común de la época.
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Y así llegamos a los capítulos de la prometedora ciencia de la Cetología. Más de un crítico se ha preguntado ¿por qué el autor rompió el ritmo de la novela de aventuras, donde un grupo de marineros iban en busca de la caza de la ballena blanca, para incluir alrededor de unas ciento cincuenta páginas donde se presentan las teorías rebuscadas de la cetología, del catálogo cetológico, el cual por cierto, dentro de la exposición queda inconcluso, pues según nos explica Ismael este sólo es el plan de trabajo? Uno no puede más que leer esos fragmentos con asombro, con una especie de hipnosis abismal y sorna, que a veces se convierte en franca carcajada. Evidentemente es una guasa de Melville, pero no es la gran literatura una gran broma. La gran broma del libro es al mismo tiempo la gran broma de la Literatura.
Y curiosamente, como si Melville hubiese estado escuchando los comentarios a su Opus Magnum, la novela, por medio de las palabras de Ismael, reflexiona acerca del tema de nuestra correspondencia. ¿Qué tiene que decir Moby Dick sobre la pregunta acerca de si se puede escribir un gran libro de cualquier tema? Leamos:
A menudo oímos hablar de escritores que se engrandecen con su tema, aunque éste sólo pueda parecer harto común. ¿Qué me ocurrirá a mí al escribir sobre este leviatán? Inconscientemente, mi caligrafía se expande en mayúsculas de letreros. ¡Denme una pluma de cóndor! ¡Denme el cráter del Vesubio como tintero! ¡Sostengan mis brazos, amigos! Porque en el simple acto de escribir mis pensamientos sobre este leviatán, esos pensamientos me agotan, me consumen con la extensión de su envergadura, como si quisieran incluir todo el ámbito de las ciencias y todas las generaciones presentes, pasadas y futuras de ballenas, hombres, mastodontes, con todos los mudables panoramas de los imperios terrestres y del universo entero, sin excluir los suburbios. ¡Tal es la virtud magnificadora de un tema inmenso y libre! Crecemos con su volumen. Para producir un gran libro hay que elegir un gran tema. Nadie podrá escribir nunca ninguna obra grande y perdurable sobre las pulgas, aunque muchos lo hayan intentado.