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El arte trágico o cómo hablar de Moby Dick otra vez

Correspondencias | Alfredo Loera | @alfredoloeramx

El escritor de literatura es un ser solitario. Él habla con los muertos y con los aún no nacidos. Sus temas para el momento son irrelevantes, de ahí que se pregunte por cuestiones tan fuera de toda proporción práctica como aquella de la naturaleza de lo trágico. Todavía más, ni siquiera puede llegar a una respuesta última. Todo en él es conjetura, todo en él es irrelevancia. Pero, por ello mismo, su presencia en el mundo y sus palabras quedan liberadas. No hay en sus párrafos compromiso alguno, más que con la autenticidad de su indagatoria. Por otra parte, toda indagatoria literaria es multifacética. No se puede hablar de lo trágico, por ejemplo, sin hablar de otros temas, y sin traer de la memoria un sinfín de lecturas y emociones. También ahí se encuentra el gozo. Porque quienes hayan leído a Shakespeare y Stendhal, no me negarán que hay un increíble descubrimiento. Lo mismo pasa con quienes hayan leído Moby Dick.

Es extraordinario, cómo estos escritores albergan en sus obras un parecido, una hermandad. Diré, socarronamente, que los tres son shakesperianos. ¿A qué me refiero con esto? A que los tres elaboran sus tramas trágicas con el mismo método. En este sentido, el único dramaturgo de los tres es el primer eslabón de la cadena: el dueño de El Globo, pero no por eso los otros dos no dejan de ser poetas trágicos. Stendhal, como novelista; Melville, como épico.  Porque es evidente que para ser un trágico no es condición escribir dramaturgia, contrario a lo que muchos académicos creen, a pesar del ensayo de Alfonso Reyes, “Apolo o de la literatura”. 

Lo trágico sobrepasa los géneros, como bien lo decía Schiller. Lo mismo sucede con la satírico, lo elegiaco, lo cómico. No obstante, es verdad que Shakespeare modificó para siempre la tragedia en relación con la forma griega. El griego poseía, como contrapunto del héroe, a los dioses, en muchas ocasiones representados como el Destino. Para el héroe trágico griego el contrapunto era lo divino, la norma impuesta por los dioses olímpicos; que por cierto, Aristóteles tradujo, en su pensamiento filosófico, como la fronesis, es decir, la proporción. Todo acto desesperado es en sí desesperado (no ético) porque está fuera de la proporción de su objetivo, ya sea por exceso de bravura o cobardía, de celos o amor, de soberbia o humildad. Todas ellas, como ya lo habrás distinguido, estimado lector, son las pasiones humanas. El trágico griego cae, en el sentido rilkeano de la palabra, porque se deja embargar por ellas en su afirmación de lo humano, como una especie de deslinde con los dioses. Sin embargo, para el tiempo de Shakespeare, lo divino ya estaba completamente desdibujado.   El escritor trágico al hacer referencia a los dioses se topaba con algo estéril. De ahí que George Steiner se preguntara por la naturaleza de lo trágico moderno en su libro La muerte de la tragedia. No sé si fue él el primero en advertirlo, pero el crítico inglés afirma que el autor de Hamlet revivió la tragedia al desligarla de lo divino y anclarla en lo completamente humano.

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Pero, ¿cómo lo hizo? Trataré de explicarlo, pero creo que fracasaré en mi intento, pues la verdadera forma de advertirlo es mediante la lectura de las obras. No sólo Steiner toma como ejemplo Romeo y Julieta, también J.A. Ward; en relación con los pasajes de la “Cetología” del opus magnus de Melville así lo hace. Ambos comentan que Romeo y Julieta sería un melodrama si no fuera por la presencia de Mercucio, pues este personaje es la contraparte de Romeo. Mercucio en algún momento de la obra somete a crítica las actitudes del héroe trágico, intenta hacerle ver la desproporción de sus acciones. Aun así Romeo decide continuar por su senda. No hay héroe trágico sin esta toma de consciencia. De esta manera, la mirada de Mercucio pone en una especie de objetividad las acciones de Romeo, hace ver su insensatez, su propio asesinato así lo demuestra; pone dentro del texto mismo un cuestionamiento de lo que ocurre. Romeo, así, es capaz de comprender las consecuencias de sus conductas. Lo trágico está en que a pesar de todo desea perderse. No puedo decir más sin parecer redundante, pero al momento de leer, esto es palpable. Stendhal realiza una operación similar en Rojo y negro. Julian Sorel sería un personaje melodramático si no tuviera en Fouqué una antítesis. Sorel en un momento de desesperación, cuando advierte que jamás, por su origen humilde, podrá entrar en la elite parisina, acude a su amigo de toda la vida. Éste, un trabajador provinciano de la madera, le dice a Julian que regrese a sus orígenes fuera de las esferas de poder. Como bien es conocido, el héroe decide no hacerlo y literal y trágicamente pierde la cabeza.

En Melville el procedimiento es aún más complejo. Ahab tiene como continuo cuestionador a Starbuck; pero asimismo el símbolo metafísico de la ballena blanca encuentra su contrapunto en los pasajes seudocientíficos de la “Cetología”. Es en estos capítulos donde la magnitud cósmica de la ballena se va construyendo, sino fuera por ellos la ballena blanca entonces sí sería una mera alegoría. 

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