Correspondencias | Alfredo Loera | @alfredoloeramx
Cada determinado tiempo se vuelve a caer en la pregunta por la poesía, pregunta que suscita un sinfín de parodias y burlas, malentendidos y sornas. Se trata de un tema pudoroso, un tópico digno de lo más decadente de las cantinas. Sólo ahí se puede discutir tan absurdo tema, pero a raíz de ciertas polémicas, sobre ciertos premios nacionales e internacionales, traigámoslo a esta correspondencia de la cual tengo el presentimiento de que sacaremos muy poco. Pero si en todo caso, a escasas personas les interesa la poesía, hagámoslo aunque sea por morbo. Ven estimado lector, divirtámonos unos minutos.
¿Por dónde comenzar entonces? Por decir que hay varias formas de intentar definirla, y todas ellas surgen de una continua reflexión por el lenguaje. Por un lado, es posible observarla desde una mirada constitutiva, donde el principal factor para analizarla es lo formal. ¿A qué me refiero con esto? A que un soneto por más malo que sea no dejará de considerarse como poesía desde su forma, desde sus catorce versos endecasílabos rimados ABBA ABBA CDC DCD. Un romance con sus octosílabos asonantes, por más soez o cursi en su abordaje, difícilmente se podrá refutar como un texto poético. Una narración puede estar escrita con el peor de los estilos, con la más vasta acumulación de los lugares comunes y bazofias, pero no dejará de albergar una mímesis, la cual según Aristóteles es la base de la poesis. Ya estoy observando a quienes están por comentarme la cuestión de que no todos los sonetos son poesía ni todas las narraciones son literatura. Y no dejaré de estar de acuerdo con ustedes, mis apreciados lectores, pero ¿bajo qué criterio?
Es cuando se entra a la perspectiva condicionalista. En ella el juicio estético subjetivo toma el control de la crítica de un texto. Sin embargo, lejos de ser la solución a la problemática, muy por el contrario abre el espectro a miles de posibilidades, donde, de tan interminables subjetividades, la poesía termina por ser cualquier cosa, pues el juicio individual es el que pone la vara. Mientras haya grandes poetas con el suficiente poder de imponer su criterio en la sociedad, dicho sistema puede dar muchos frutos. Nadie duda de que los ensayos críticos de T.S. Eliot, Paul Valéry o Ezra Pound son deslumbrantes, y que gracias a ellos en el siglo pasado se escribieron algunos de los más grandes poemas de la tradición, pero en nuestra realidad contemporánea dicho poder ha sido diluido para bien o para mal, sobre todo por la capacidad de autopublicación en redes sociales, blogs y demás. Ya no hay una subjetividad dominante en el ambiente literario mundial, ya no hay un escritor o poeta que nos plantee a la manera de Sartre lo que es la literatura, que en lo personal considero es lo mismo (la poesía es la literatura y viceversa sin importar el género lírico, dramático, narrativo o ensayístico). De esta manera, muchos de nosotros -y yo mismo al escribir esta correspondencia soy la prueba- nos decimos: ¿por qué, si T.S. Eliot se dio la libertad de escribir sus opiniones sobre la poesía, yo no puedo hacerlo? Claro que puedo hacerlo, y no sólo eso, también publicarlo y compartirlo, e incluso ser leído por más personas de las que Eliot alguna vez imaginó posible (risas), pero en ese momento gran parte de mis prejuicios y de mi dimensión pequeña o grande sobre el mundo y la literatura se manifiestan y se extienden (más risas malignas).
El problema de la poesía en nuestro tiempo no se soluciona a una vuelta a lo formal. No se trata de que ahora todos nos volquemos al soneto, pues en el siglo de Sor Juana casi que para ser considerado poeta se debía cultivar esta estructura lírica como requisito. En ese tiempo hubo muchos sonetistas, pero cuatrocientos años después sólo siguen interesando los de la monja, y eso se debe precisamente al siguiente punto: todo aquel escritor que sólo se preocupa por la forma no está escribiendo, ya lo había dicho el gran poeta épico William Faulkner (aprovecho, mi estimado lector, para recomendarte Mientras agonizo). Pero el desdeño por lo formal nos ha llevado al vicio del extremo contrario, a ese donde un agrupamiento de emoticones es un poema, con la distinción de recibir una beca mensual de ocho mil pesos durante un año; ese donde una lista del mandado es merecedora a un premio de varios miles y a veces millones de pesos. ¿Y ese vicio dónde radica? En la calidad del pensamiento. Sor Juana Inés de la Cruz es vigente no por sus sonetos, aunque ayuda mucho la forma, sino por la calidad de su pensamiento, por su concepción del mundo, por la profundidad de su idea de la vida, sea cruda o no, ética o poco ética. El pensamiento convencional mata lo poético. Sin embargo, para ganar un concurso muchas veces se requiere ser convencional. Lograr el consenso. Por desgracia, creo que esto es cierto.
Según la concepción difundida de la realidad, se irán generando validaciones desde la perspectiva condicionalista sobre lo poético, aquella donde lo subjetivo domina. Ezra Pound afirmaba que hay épocas enteras donde no es posible rescatar un solo poema pues en dichas épocas el modo de comprender el mundo resultaba muy reducido. Las sociedades de tiempos posteriores los encuentran fallidos o poco estimulantes.
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¿Ves, estimado lector, cómo no íbamos a llegar a ninguna parte? Lo cierto es que la poesía no es una esencia, sino obedece a un proceso histórico. Lo que antes fue poesía hoy ya no lo es. Lo que ahora es poesía quizás en un futuro no lo será. Grandes poemas de nuestra tradición fueron escritos no como literatura sino como cartas personales, apuntes escondidos en una cabaña, como los textos de Emily Dickinson; grandes libros fueron crónicas, desahogos. Paul Valéry decía que la primera novela moderna es El discurso del método de René Descartes y no me negarás, estimado lector, que ese libro aunque alberga una intención filosófica, literariamente es una obra maestra. Jamás he leído un relato sobre el funcionamiento del corazón más interesante, a pesar de que en el tiempo de Descartes no se comprendía casi nada del mismo (“Quinta parte”).
Uno no sabe para quién trabaja. La carta a la amada inmortal de Beethoven es uno de los más grandes poemas de amor, pero el extraordinario músico, quien tocaba el piano como si tuviera martillos en la manos gracias a su sordera y de ahí también su genialidad, no la escribió para verla publicada en la revista local ni nacional, ni para ganarse un premio. ¡Ni siquiera la envió a su destinataria! En fin, así las cosas. Nos faltó hablar de las mafias, pero para eso no es necesario escribir una columna. Basta con decir que la corrupción a la larga lo merma todo. Espero te hayas divertido, mi estimado lector, un poco con esta correspondencia digna de la más trasnochada borrachera.