Miro arriba, y no sé bien si lo que veo es el cielo, o el mismo reflejado en los vidrios de los edificios. Nada importa, pues luego luego sigo mi camino. Una vez más por las venas y arterias de la gran ciudad – perdón, la Big city.
Mis pasos ni suenan en el pavimento, un par más entre millones. Se siente bien estar de nuez navegando por aquel centro, siempre me pasa igual cada que vengo después de la chamba en los barrios – o bueno, la “zona metropolitana” –. Por costumbre, miro para todos lados, buscando alguna novedad, un local, un puestito, un recoveco diferente a la vez pasada. No mucho. Sólo rascacielos más altos en construcción, y grafitis frescos sobre los rayones añejos de los edificios que la altura y la modernidad dejaron en la cola. Mis ojos entonces juegan al sube y baja, contemplando su espectáculo preferido, la imagen de sus sueños: las diferencias entre las puntas de los edificios… y el fondo por el que caminamos el resto de los mortales.
Rio como en cada ocasión. No puedo recordar desde cuándo me divierte algo tan simple, tal vez desde toda la vida. Tal vez desde que me dijeron que según la consti somos iguales todos, volteé, y vi que unos vivían en el piso 40, y otros, en el sótano. Puedo hablar de ello: yo mismo nací en un piso 26. No es que alguna vez haya pedido que las cosas cambiaran. Me encanta la foto de nuestra sociedad, las dualidades, las contradicciones. Aunque siempre amé más la parte baja que la alta. Allá arriba, las camisas son tan apretadas, las cosas tan feas, los modales tan automáticos. Pero allá ellos. Ellos se dedican a contar y gastar su lana en paredes de vidrio. Yo me dedico a rumiar por las calles. Y a venderles cadáveres.
Empecé hace unos tres años, poco después de entrar al SEMEFO. El bisne lo tenía el que estuvo antes de mí, pero de una u otra forma se me hubiera ocurrido la idea si no. Los cadáveres que nos llegaban eran demasiados, y con el poco varo que el gobierno soltaba – pero bien que tenía para su pinche guerra –, algo tuvimos que hacer con los sobrantes. Lo primero es nunca preguntar para qué los quieren. Si para comida, ritos, enseñanza médica, colección o nomás para disfrutar la noche acompañados, no importa. Al cliente, cuanto pida.
Y es un cliente al que voy a ver ahorita. Llego a un café bien mirrey en el Paseo Reforma, y me pongo a esperar frente a la entrada. Faltan cinco minutos para la “galería”. Este cliente es primerizo. Me pregunto cómo será cuando un alma me increpa, tímida. Volteo. Es él, se le nota en la cara. “Bu-buenas tardes”, me dice un joven encerrado en un traje a la medida, la piel blanca oculta tras un leve bronceado artificial. Lo saludo afable, pero serio, y entramos en el café. “¿Qu-quiere algo?”, me inquiere. Le digo que sí nomás para confortarlo. Está nervioso, el pobre. No hay rollo. Así son todos al principio. Al principio.
Pedimos los cafés, y nos vamos a una mesa. Entonces le mostré la galería: baleados, atropellados, navajeados, quemados, incluso algunos rescatados de fosas clandestinas; todas las fotos, disfrazadas como una guía de viajes. La cara del cliente ya es mucho más familiar. Mientras él devora todas las opciones y me pregunta por detalles de sus casos, yo tengo chance de preguntarme – esforzándome por no sonreír con burla – de cuál de los rascacielos vino este joven, qué tan grande es su casa, entre cuántos billetes y piezas de arte de mierda iría a dormir el sobrante de su elección.
Después de un rato, la elección se restringe a tres sobrantes: un señor de por lo menos 60 años que murió por la explosión de un tanque de gas, quemado, irreconocible; un hombre de unos 30 años que dejaron colgado de un puente en la periferia, sin ojos y con una cartulina, acusado de rata; y una chamaca de unos 15 años, encontrada en un baldío, brutalmente golpeada.
No puede decidirse. El que tengo enfrente es otro, hasta me tutea. “So, ¿a cuánto me dejas cada uno, amigo?”
Yo digo los precios: 25 por el viejo, 50 por el señor y 100 mil por la chava. El cliente se queja. Siempre refunfuñan, en especial por los sobrantes jóvenes, los más caros. Pero, a fin de cuentas, ¿quién es el que puede entrar al SEMEFO? Sin contar que supuestamente ninguno de los dos está aquí ahora, así que mejor no hacer aspaviento ¿no cree? Al final, gano lo pedido, como siempre. Con una unión de palmas, el cliente me asegura que la transacción estará lista mañana. “Un gusto empezar business contigo. Espero que todo en adelante siga como fue hoy”, me dice.
Oh, ya verá, ya verá. El país todavía tiene mucho que descontar. A muchos que descontar.
Nos separamos.
Él a su torre.
Yo, a donde quiera.
Ya salió pa’ la papa, pienso.
Entonces, mi pantalón vibra con una llamada. Otro cliente.
Sonrío. Y pienso que hoy, igual y hasta sale para unas bebidas en El Gallo de Oro, donde hablaremos de muertos y moribundos, y fingiré que quiero que esta guerra acabe.
Sábado de cuentos: La gran pelea del Rey Plateado.