Colaboraciones | Patricia Hernández González | @phg02041
A esa edad cuando quieres arrancarte el mundo en dos patadas, de andar y andar a todas horas, caminar se hizo para mí, el modo más útil de aprendizaje que conozco.
Recuerdo que me resultaba muchísimo más poética la mujer con agujetas que la de tacones, los tenis “convertidos en garra” (como les decíamos porque eran de tela), se usaron como nunca, en tornasol o colores oscuros y amarrados con cintas en tonos claros para resaltar. Perfectos con una falda corta de mezclilla deslavada, pantalones de overol, camisa ombliguera o blusa larga y desfajada. Su calidad, mejor ni hablamos. A nadie le importaba si te fastidiaba el tobillo o si tu pie estaría más plano que una tabla. Quien podía resistirse al encanto generacional que empezaba a decir “unisex”. Unisex aquí, unisex allá, unisex, unisex, palabrita que destapaba la felicidad, viendo lo que jamás creí y viviendo lo que jamás creí que viviría.
Pertenezco al uno por ciento de mujeres que no le gusta comprar zapatos, ojo, no dije que no me gustan los zapatos, sino la actividad de elegir. Y es que decidir entre zapatos, zapatillas de tacón alto bajo o tipo aguja, botines, botas, sandalias con o sin plataformas, balerinas de punta abierta o redonda, alpargatas con o sin cordones, mocasines, tenis liso o estampado y otros tantos estilos que se muestran en catálogos y vitrinas; cierro el lío y decido tan pronto por unos casuales. Aunque el calzado formal le da belleza a las piernas, quietas y en movimiento, si se trata de preferencias, los zapatos de goma son mis favoritos. Más que accesorios de uso, son el complemento de mi indisciplina al caminar, con ellos el trayecto es un arrebato, un impulso casi maldito de aguantar el paso. Es un gusto, además tienen un no sé qué, que mientras más desgaste, más cómodos se vuelven. Son unos buenazos, en las buenas y en las malas, en el acto más pueril y en la utopía, las suelas de goma o de caucho siempre llegan de relevo.
Los años de destreza fueron posibles, tan posible de correr al cinco para las siete y pasar la reja sin que se quedara en tus narices. Lucir, era una opción de charol con broche de suela delgada y lisa, un modelo de zapatilla escolar, bueno, si tus pies eran pequeños y delicados, Pero en pies grandes y anchos sucedía otra cosa, tomaban la forma de lonche o de aleta de buceo. El zapato cerrado rudo y tosco, de agujetas y de ojillos reforzados, con suela de goma o de caucho, con ellos, con ellos puestos, no había nada que perder y mucho que ganar.
Cuando andaba en busca de un trabajo, de los pocos trabajos que encontraba alentadores, apenas repetía los mismos dos pares de zapatos, unos mocasines con suela de goma y las botas/botines tipo soldado. Era todo lo que necesitaba para despeñar el día.
Los pliegues del vinilo, porosos y salpicados marcan la tardanza de llegar a un mismo sitio, zapatos de unos y zapatos de otros, zapatos que indican la calidad de vida, la geografía social, hábitos y costumbres de las personas. El status evidenciado en innumerables materiales de fabricación, que ha ido cambiado con el tiempo, desde el cuero, palma, madera, cristal y hasta oro y piedras preciosas. Es curioso como una prenda de vestir acerque o aleje los convencionalismos sociales. Un par de zapatos han tenido el poder de llevar el silencio o el grito de liberación de una sociedad a otra.
“Los zapatos de goma se sitúan en la Venecia del Siglo XVI, en donde las meretrices se subían a unas plataformas de hasta 20 centímetros para que sus largos vestidos no se ensuciaran con el lodo de las aceras. A partir de 500 a.C, las mujeres griegas de clase alta adoptaron un calzado de cuero similar, ajustado al pie. Los romanos fueron los primeros en establecer, alrededor de 200 a. C., gremios de zapateros. En el medio oriente, a los zapatos se les agregó tacos para alzar el pie de la arena ardiente del desierto. Eso lo solucionó Charles Goodyear en 1832, cuando inventó la suela de goma o de caucho vulcanizada, que aportaba a este material una durabilidad y estabilidad enormes tras un proceso de calentamiento con azufre a alta temperatura”.
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La gran idea de Charles Goodyear dio el ritmo al que nos movemos, con llantas y ruedas y el par de básicos para correr contra él tiempo.
En mis pies desnudos y descalzos, está la misma pesadilla, me veo en la calle sin zapatos, apresurada, corro angustiada sin saber dónde los dejé. Es un sueño malo, que viene y va.
Ahora que lo pienso, seguramente las batallas de mi mente se resuelven con zapatos ligeros y cómodos. La capacidad de asombro tiene cabida en el inconsciente, en mi caso me ha quedado claro que mis pies, no solo los visto, también los cubro de realidades, en ese campo de acción donde no queda más que expresarlas.