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Correspondencias | Alfredo Loera | @alfredoloeramx

Otro de los grandes temas del novelista ruso es el Mal. Pocos pueden hablar de dicha cuestión con la lucidez necesaria, pues el Mal al ser lo negativo, relacionado con la Nada, se vuelve un tema inefable, es decir, volátil, y por lo mismo, al escribir una obra literaria bajo dicha preocupación, las más de la veces, no se superan los lugares comunes provenientes de una moral ramplona o una religiosidad vacua de los domingos.

Hoy en día, bajo la lógica de la academia que sigue sin superar el estructuralismo trasnochado, además de la continua promoción de talleres literarios en los que no se enseña a leer, sino a escribir para publicar dentro del mercado, es decir, dentro de ciertas convenciones acríticas, todavía se insiste en que la literatura es pura forma. Esto desde luego es una falacia, la cual es difícil de rectificar, porque por supuesto que la literatura es forma, pero no es pura forma.

No importa que Hegel ya lo haya demostrado en su Estética, ni que Bajtin desde otro camino haya hecho lo propio en sus múltiples ensayos. Se sigue diciendo lo mismo. Los escritores consagrados lo repiten en sus talleres y conferencias (he estado en más de uno), pero en ocasiones pienso que lo hacen porque así ocultan el verdadero conocimiento del origen de sus obras. Ya en las borracheras posteriores al evento, aceptan, al cabo de unas copas, que todo proviene de sus experiencias de vida y que sin ellas no hubieran podido escribir un párrafo de sus libros. Como decía Carlos Fuentes, “entre escritores te veas”.

Volviendo al tema central de esta correspondencia, la cual te escribo desde la Isla Desolación (aún no pierdo la esperanza de encontrar el tesoro), quiero comentarte que evidentemente sólo alguien que conocía el Mal de primera mano, como lo fue Dostoievski, habría podido abordarlo más allá de los lugares comunes, como sólo Melville, un ballenero, pudo hablar de la ballena, con esa profundidad. Salvador Elizondo en una conversación con Octavio Paz (YouTube “La tradición poética mexicana”) alguna vez comentó que las obras en verdad necesarias en nuestra cultura son formalmente fallidas, pero que adquieren importancia por su tema y su mirada de mundo. Reto a cualquier escritor a que supere a Dostoievski o a Melville por la pura forma. Es un sinsentido decirlo, porque es evidente que esa aseveración es falsa.

Dostoievski entendió que hombres malignos, asesinos de niños inocentes, también eran capaces de hacer el bien. Lo comprendió en su encarcelamiento en Siberia. Por ello los personajes malignos del autor de Crimen y castigo son tan humanos, en otras palabras, tan reales. Para poder hacer poesía con dicho material, primero fue necesario descubrirlo. Y en este sentido, me vienen a la mente las cartas de Rimbaud a sus maestros, donde dice que el poeta necesita ir más allá. Vivir lo nunca vivido, para entonces poder escribir. Pocos poetas superan a Rimbaud en la forma, pero ninguno lo supera en la experiencia de lo humano. Es ahí donde está el entrecruce que el estructuralismo nunca puede advertir.

Dostoievski lo advirtió. Su obra evidentemente es vasta y no es posible abordarla con justicia en esta carta. En especial porque como decía Pascal no tengo el tiempo suficiente para hacerla más corta y concisa. 

Así que me concentraré en Arkadi Ivánovich Svidrigáilov de Crimen y castigo. Considero que ahí podemos encontrar un ejemplo de cómo el ruso analizó o representó el Mal. ¿Hay acaso una representación que no albergue un análisis?

En los capítulos 5 y 6 de la sexta parte de dicha novela ocurren dos acontecimientos sumamente significativos. El primero de ellos: cuando Svidrigáilov libera a Dunia. El segundo: cuando Svidrigáilov se encuentra a la pequeña niña en la pensión donde se hospeda antes de suicidarse.

Hablemos del primer acontecimiento. Mi comentario será pequeño. No puedo abusar de tu tiempo. Más bien deseo compartir una pasión poética. Esto es verdadera poesía. Quizás precisamente porque no está escrita en verso. Siempre desconfía del verso.

Lo que llama mi atención de todo este pasaje de Svidrigáilov es que ciertamente el personaje es deplorable, completamente perverso, un hombre con quien en ningún sentido puedo identificarme, pues me genera terror. Sólo puedo acercarme a él porque están de por medio las palabras y el espíritu de Dostoievski. Si me lo encontrara en una taberna o un restaurante tal y como lo hace Raskólnikov no soportaría estar sentado a su mesa. Quizá me sorprende más aún el hecho de que Raskólnikov se acerque a conversar con él mientras este hombre trata de modo despectivo a la bailarina. Sin embargo, ahora mismo descubro lo tremendamente malignos que son ambos individuos; Raskólnikov asesinó a la usurera, y no nada más a la usurera también a la hermana. Los dos se odian, los dos se vigilan. En dado momento Svidrigáilov logra escapar de la compañía del ex estudiante de derecho. Es cuando ocurre el encuentro con Dunia, cuando intenta chantajearla y en su fracaso violarla. La deja ir.

-¡De prisa! ¡De prisa! –repitió Svidrigáilov, sin moverse ni volverse. Pero en ese “de prisa” vibraba una nota terrible…

Durante breves minutos estuvo Svidrigáilov junto a la ventana. Por fin se volvió despacio, miró en torno y se pasó suavemente la mano por la frente. Una extraña sonrisa le crispaba el rostro, la sonrisa patética, débil y atribulada de la desesperación.

Esa desesperación es aquella de no haber cometido el mal. Kierkegaard lo comprendió mejor que todos: lo demoniaco es la angustia ante el bien. El demoniaco se siente culpable de no haber asesinado o violado. Esa es la naturaleza de Svidrigáilov. Creo que ese es un descubrimiento dostoievskiano, los hombres malignos pueden hacer el bien, pero bajo una terrible angustia. La culpa que los mortales comunes sentimos por haber hecho daño, es la misma que los demoniacos sienten por los actos benignos.

No obstante, la atmósfera de Crimen y castigo se oscurece más aún en las siguientes escenas, mientras Svidrigáilov deambula como un loco, bajo una tormenta invernal, por las calles laberínticas de San Petersburgo, hostigado por no haber violado a Dunia; es como si se hubiese arrepentido de no haber hecho lo terrible. En verdad el capítulo sexto de la sexta parte (y nótese la repetición del número seis dentro de la simbología demoniaca) es estremecedor.

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Como saben quienes han tenido la fortuna de leer la novela, Svidrigáilov se hospeda en un hotel de mala muerte para esperar el alba. Seguramente alguna vez has tenido el deseo de morir en medio de la noche. No me dejaras mentir: para muchos la llegada del alba se presenta como una liberación del hastío. Similares circunstancias padece este endemoniado. Sin embargo, la mirada metafísica de Dostoievki siempre lograr adentrarse más en lo profundo. El novelista sabe que aunque el ser humano es capaz de las peores crueldades, siempre la realidad lo supera. En dado momento se advierte que el Mal no es sólo una cuestión individual supeditada a un sujeto, sino que está instaurado en una especie de sistema en el mundo. Esto se hace evidente cuando Svidrigáilov se encuentra con la niña. Él quiso violar a Dunia y se arrepiente de no haberlo hecho, pero cuando descubre a la niña abandonada y, no sólo eso, prostituida, en uno de los rincones del hotel, comprende que alguien es capaz de llevar acabo algo todavía más atroz. Quien perpetró dicho crimen está ausente en la novela, se intuye que tal vez fue el dueño de la pensión o alguna de las cocineras o alguien tiene a esa niña ahí esclavizada. Eso lo estremece, le hace descubrir que aunque él es un hombre perverso siempre la perversidad podrá ir más lejos. Dostoievski comprende que una de las cualidades del Mal es la falta de límites. La escena es rematada cuando la misma niña demuestra su corrupción. Svidrigáilov queda aterrorizado.

Algo infinitamente monstruoso y ofensivo había en esa risa, en esos ojos, en esa obscenidad impropia del rostro de una niña. “¿Cómo? ¿A los cinco años?”, murmuró Svidrigáilov con auténtico horror. “Esto… ¿pero qué es esto?” Y entonces ella volvió hacia él su carita ardorosa y alargó los brazos… “¡Maldita seas!”, gritó Svidrigáilov espantado, alzando la mano para golpearla…  

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