José Alfredo Jiménez, “El Doctor”, deambulaba a duras penas esa madrugada. Su bata blanca era el lienzo en que se pintaba su sangre herida y escurría hasta el asfalto insensible.
A pesar del apodo, Jiménez no tenía ni la primaria terminada. El doctorado había ido a nombre del barrio cuando, a falta de otra cosa, comenzó a vender cadáveres robados a las escuelas médicas y destrozar cuerpos de rivales de la banda local. El negocio era pequeño y la vida era buena.
Hasta que llegó el cártel.
Hasta que quisieron disputar la plaza.
Hasta que empezaron las acciones de la guerra.
Hasta que, entre los muertos, estuvo su hija. Su niña. Su princesa. Con el grabado en el pecho a cuchillazos: pal doctor.
La sangre a escurrir cada vez era menos. Un balazo en el tórax. Hasta eso, la tuvo ligera. Al entrar a esa casa, cuartel del enemigo, esperó acabar cosido a hoyos. Desde un principio no le importó esa posibilidad, ni siquiera que los asesinos de su hija pudieran no estar en esa casa en particular. Tan sólo quería llevárselos, matar y morir en una lluvia de balazos. Pero los agarró en la peda. Una peda por la victoria. Una victoria que se la dieron a él.
Y una victoria que ahora estaba regando por las calles esa madrugada. El firmamento estaba impenetrable, ni una estrella entre la polución (y eso que la ciudad era pequeña). Pronto amanecería. Ahora, sólo faltaba algo por cumplir.
Con la visión borrosa, llegó a aquella cantina, su favorita: La Olvidada. Llegó ante aquel cantinero, su camarada favorito (el último que quedaba), y pidió un vaso doble de whisky, su bebida favorita.
La manera en que siempre dijo que preferiría morir, de tener elección.
Insensibilizado por años de guerra, el cantinero ni chistó ante el olor y la pintura derrotada de la sangre. Sirvió el trago, se sirvió uno él mismo y preguntó:
“¿Alguna última canción antes de cerrar?”
El Doctor brindó y dijo, con una sonrisa pálida:
“Cielo Rojo, por favor, mi güen. Un último Cielo Rojo.”
Y curiosamente, al amanecer, de ese color se tiñó la ciudad.