Por Elena Palacios
Aunque no soy muy creyente, me acostumbré a visitar la capilla sabiendo que aquí la vería. Algunas veces se ocupaba en cambiar las flores de los jarrones y yo le ofrecía ayuda con cualquier pretexto; lo más común era encontrarla en el rezo, sus labios se movían sin llegar a abrirse, el murmullo de su voz me recordaba el zureo de las tórtolas; las manos juntas y la vista en lo alto, como esa imagen de la Virgen junto a la cruz. Ver a mi amada era lo mismo que ver un ángel y yo no podía sino admirarla en silencio.
Hoy la espero en esta capilla donde la conocí hace tiempo y donde la busqué cada mañana. Llegará puntual, vestida de blanco y perfumada de lirios y de nardos. Los minutos que faltan forman un nudo de nervios que me rebotan de la garganta al estómago. Me acomodo la corbata y aliso imaginarias arrugas en el traje que compré para este día. Es la primera vez que uso traje y corbata.
Volteo hacia atrás y veo que el sitio está lleno. Es muy apreciada y nadie en el vecindario quiso faltar a la ceremonia. Ella fijó la fecha: segundo domingo de pascua. Es la última semana de marzo y lo quiso así para que la misa se adornara con azucenas blancas. Se lo dije varias veces: que parecía una azucena.
La música del órgano avisa que vamos a comenzar. El cura se planta frente al altar para recibirla. Viene por el pasillo, con paso firme a pesar de la brevedad de sus pies. Toda de blanco, como tantas veces soñé. Trae en las manos un ramillete de rosas y su frente se adorna con florecillas cortadas antes de la salida del sol y que sus hermanas entretejieron con listones de seda.
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Por instantes cierro los ojos para juntar mis recuerdos de ella. Me enamoraron sus manos inmaculadas, como palomas de paz, el mechón rubio que siempre indomable escapaba del tocado, y sobre todo, me apasioné con sus pecas: polvo de oro salpicado en la palidez de las mejillas.
Se lo dije: que la quería y la quiero, que no me lo tomara a mal, que le proponía casarnos, vivir juntos, tener niños, criarlos, hacernos viejos. La sorpresa de mi arranque le encendió el rostro y la vergüenza asomó por su mirada. No respondió, se fue abandonando las flores marchitas en el piso de mosaicos, a un lado del jarrón. Aún recuerdo el ruido de sus pasos al huir de mí, el vuelo de su falda como aleteo de mariposa asustada.
Pero soy paciente y seguí buscándola, haciéndome el encontradizo. Y logré descubrir su amor. Me quiere. Lo adivino por el calor que la recorre hasta calentarle las manos que a toda costa logro rozar; también por el fuego que enciende lumbre en sus pupilas. Me quiere y lo noto en el temblor que su boca no apacigua. Sé que me quiere porque la voz le vibra cuando me habla.
Ya no hay más pasillo, la espera acabó, vestida de blanco, la novicia se encuentra frente al altar, dispuesta para casarse con Cristo.
¿Yo?, yo soy el jardinero y el chofer del convento y usé los ahorros de dos años de trabajo para comprar un traje oscuro, una camisa blanca y una corbata fina. No podía presentarme de otra manera a esta ceremonia en la que pierdo a la mujer que amo.