Conviene contextualizar la reflexión que comparto en este artículo con una definición muy general de comunidad: un conjunto de individuos que comparten “algo” en común. Aquello que comparten, o que les es común, puede ser un espacio físico, pero también pueden unirse los individuos a partir del lenguaje, de las tradiciones, de la cosmovisión o de cualquier otra característica o conjunto de ellas que sientan propias, y ajenas a la vez a otros grupos.
Las comunidades, entonces, no se crean ni se destruyen por mandato vertical o por fronteras geopolíticas. Las comunidades están constantemente construyéndose para lograr sus objetivos. Hay también, evidentemente, grupos humanos que no se asumen como comunidades, o no reflexionan sobre esta condición, al grado de tampoco compartir objetivos comunes ni esfuerzos para solucionar los problemas que también les son comunes.
Hablemos, por ejemplo, de barrios o colonias en los que no existen relaciones vecinales articuladas, en contraste con aquellos en donde se organizan vigilancia, planes para mejorar los servicios y otros temas de interés para sus habitantes. El elemento esencial para la construcción de una comunidad está, pues, en la organización que generan a partir de sus coincidencias y objetivos.
Las nociones de nacionalidad pasan por un dilema cuyo fundamento está justamente en el meollo de la comunidad. ¿Qué implica ser mexicano, por ejemplo, más allá de los símbolos patrios que nos fueron impuestos en la educación inicial, o el reconocimiento de las fronteras que nos invita a defender a la patria del “extraño enemigo”? El peligro latente de los nacionalismos ya ha estallado en conflictos bélicos de talla mundial, pero también en xenofobia y genocidios cotidianos, que ya pasan desapercibidos de tan comunes en la fila de noticias diarias.
Compartimos poco, o creemos que compartimos nada, los mexicanos del norte con los mexicanos del sur; los de la costa con los del desierto; los de la capital con los de los estados; los ricos con los pobres; los morenos con los blancos; las mujeres con los hombres; y así sucesivamente. Algunos de estos grupos han reconocido sus propios símbolos de identidad, han abanderado sus luchas a partir de ellos y se organizan políticamente para llevar sus objetivos a la agenda mediática, al interior y al exterior de sus fronteras geográficas y sociales, como parte de la estrategia para encontrar respuesta y solución a sus problemas.
Sin embargo, el estudio y divulgación de la historia se ha enfocado desde la mirada hegemónica de vencedores contra perdedores, de líderes mesiánicos o actores individuales excepcionales, perdiendo la oportunidad de reivindicar los procesos de construcción colectiva. Para algunas comunidades está claro que ésta es la única vía a la que tienen acceso, de la que se pueden apropiar para generar sus propias condiciones, a pesar del contexto adverso o las tendencias mundiales que siguen extendiendo las desigualdades, las injusticias, las violencias y la falta de oportunidades para el tan anhelado progreso.
Incluso al hablar de problemáticas globales, ya hay voces acreditadas que han llamado a la solución de ellas desde enfoques locales, tomando como referencia ejemplos específicos y reales. Las grandes crisis humanitarias y ambientales que parecen salir de los límites de influencia de los organismos internacionales de cooperación, suelen encontrar respuestas más puntuales al amparo de las pequeñas organizaciones sociales, las locales, las que forman parte de las comunidades y han logrado construir junto a ellas (horizontalmente) un lenguaje común, identidad comunitaria y proyectos en los que el proceso es el fin y no el medio.
Poco a poco, en la formación política y ciudadana de niños y jóvenes va permeando la idea de interdependencia entre todos los factores del medio -recursos humanos, naturales, tecnológicos- y de la necesidad de generar propuestas creativas para solucionar problemas heredados y nuevos, sin perder de vista la sustentabilidad necesaria en el planteamiento de cualquier proyecto. Así deberá también permear la idea de construcciones democráticas cuyo espíritu resida en el respeto a las diferencias, la protección de lo comunitario y el diálogo intercultural como espacio de convergencia para el desarrollo de lo humano.