Iba manejando a setenta kilómetros por hora por la entrada de la Unión hacia Gómez Palacio. Ahí, en la conexión entre las dos ciudades, yace la construcción de un puente que ha sufrido tal retraso, que dos avenidas del río han estropeado sus cimientos. Al tomar la pequeña carretera, ya en Gómez Palacio y después de avanzar unos ochocientos metros, justo en la coyuntura de un canal de riego y de la empresa Linamar, se estaciona una patrulla municipal para custodiar, supongo, la entrada de la ciudad.
Aquella noche, la patrulla me detuvo para hacer una inspección de rutina. Estas revisiones van en contra de la Constitución y en contra, también, del libre tránsito que debería promover un país en donde la gente asuma que, si cumplen las reglas de documentación del vehículo y acreditación del conductor, podría moverse libremente.
— ¿Ha ingerido alguna bebida, joven? — Me preguntó el oficial con tono soberbio.
— No, oficial, no he bebido.
— Vamos a hacerle una inspección de rutina a su automóvil, ¿me permite sus papeles?
— Claro, adelante.
El oficial comenzó la inspección como queriendo encontrar algo, como suponiendo que mi vehículo Nissan, que está a punto de llegar a los 18 años, traería en su interior unos kilos de cocaína o botellas de vodka abiertas o un cadáver en la cajuela. Al no encontrar nada, y después de cotejar la tarjeta de circulación con el número de serie de mi vehículo, me dejó ir con un gesto de desagrado.
Esa misma noche, pero en dirección a Torreón, un retén, pero ahora militar, volvió a detenerme, sólo que ahora iba acompañado de mi padre. Él, que siempre siempre ha tenido un carácter fuerte, le respondió con tonos lacónicos y secos como un puñetazo al soldado que pidió hacer una nueva revisión. Después de buscar concienzudamente, abrir bolsas, compartimentos, debajo de los tapetes y en la cajuela, el soldado nos volvió a dejar ir.
Mientras hacían la inspección, por segunda ocasión en la noche de mi auto, me puse a platicar con uno de los soldados que estaba entretenido en su celular.
— ¿A qué hora termina, jefe? — Le pregunté al militar.
— Ahorita como a la una y media, tú, ¿ya vas a descansar?
— Ya, ya es hora.
— Oiga, dígame una cosa, ¿estos operativos realmente funcionan? ¿Sí encuentran drogas o cosas así, además de borrachitos?
— La verdad no, casi no encontramos nada.
— ¿No le molesta que los pongan a hacer a ustedes el trabajo de otros? Digo, al final de cuentas ustedes no jalan para estar revisando carros y deteniendo a gente que maneja borracha.
— Sí, sí nos molesta, pero los polis son bien rateros, por eso nos ponen a nosotros, jaja. — Rió el soldado con timidez y con cierto aire amistoso.
Justo cuando el soldado soltó su diminuta carcajada, terminó la inspección de mi vehículo y, junto con mi padre, nos fuimos a casa.
Al día siguiente, sábado, de nueva cuenta me dirigí hacia Gómez por la misma ruta, eran como las nueve de la noche y en el lugar donde se instala el retén sólo vigilaba una patrulla Tsuru con la torreta encendida. Con los antecedentes recientes, decidí manejar con más precaución que nunca y, al pasar junto a la patrulla, ésta encendió su motor y me siguió hasta la esquina del Boulevard Carlos Herrera Araluce. Al dar vuelta a la derecha, para dirigirme hacia Santa Rita, el vehículo policiaco siguió mi andar, casi adherido a la defensa trasera de mi carro y, justo cuando iba a dar vuelta a la derecha de nueva cuenta, la patrulla se me emparejó y el copiloto me volteó a ver para después seguir su camino.
Yo no sé si fue mi paranoia la que dio a luz esa sensación de persecución, pero cuando volví a Torreón, minutos después, pero ahora por el periférico, me detuvo un nuevo retén, ahora de la Fuerza Metropolitana y, de nueva cuenta, inspeccionaron mi vehículo.
— ¿A dónde va, joven? — Me preguntó el oficial.
— A Torreón.
— ¿De dónde viene?
— Pues de Gómez. — Le contesté irónicamente.
— ¿A qué se dedica?
— Soy periodista.
— ¿De qué medio?
— Independiente.
— ¿Está drogado?
— Emm, no. — Le respondí fastidiado y molesto
— ¿Trae droga en su vehículo, pastillas, polvo, alcohol o algo?
— No.
El policía, que traía un ostentoso anillo en su dedo medio de la mano derecha, me veía con ímpetu retador y prepotente. Yo, en respuesta, sólo contestaba con monosílabos y viéndolo hacia abajo, como si no respetara su jerarquía de autoridad.
— ¿Me permite la documentación de su vehículo y una identificación?
— Claro, cheque lo que quiera checar.
Después de recibir mi tercera inspección en menos de 24 horas, el oficial me dejó ir con una mueca de desagrado y de fastidio.
Así, me fui conduciendo lanzando improperios y azotando al pobre y avejentado volante de mi auto, no podía entender que, los ciudadanos de a pie como yo, estemos siendo víctimas de este acoso generalizado; soldados, municipales, federales, metropolitanos y fuerzas policíacas de reciente nacimiento son las encargadas de vigilar las entradas y salidas de la ciudad, son responsables de mantener la paz y la seguridad en la región, pero lo que no entienden es que, con este tipo de operativos, sólo siembran temor y desagrado.
Tiene dos días que no cruzo la frontera entre Coahuila y Durango. Esta semana, cuando lo haga, seguramente podré contar otra historia de cómo convivir con los necios retenes.
Foto extraída del periódico El Siglo de Torreón